Las luces del sol ya brillaban fuerte en la mañana del domingo y el olor a ese calor a veces molesto del verano se colaba entre las piedras de aquella plaza del casco histórico cacereño. La escena podría haber sido la de cualquier Womad de años atrás cuando se hace de día y aún quedan los rezagados de la fiesta, pero había algo que no cuadraba entre el grupo que tocaba tambores a la puerta de una iglesia mientras sonaban las campanas que anunciaban misa. Ella permanecía de pie, no sin dificultad y con los ojos cerrados, mientras golpeaba fuerte el instrumento al ritmo del resto, ajenos todos al ir y venir de público de un domingo por la mañana en una zona turística. El sonido se detuvo tras unos minutos intensos de ritmo, como si pareciera que la fiesta no acabaría nunca, y ella buscó su camino hacia otra parte. En su despedida, apenas hizo un ademán cuando levantó el brazo para decir adiós mientras la imagen un tanto extemporánea se diluía en una prueba fehaciente de que había llegado el final.

Me pregunté entonces de dónde vendría aquella chica educada que pidió agua en un puesto cercano, sedienta imagino tras horas deambulando por las calles que ahora le indicaban que debía regresar de donde hubiera venido. El gesto correcto, la mirada tibia. «Gracias, mil gracias», le escuché decir mientras abría la botella como quien encuentra un tesoro contra la resaca. Su figura se perdió por una calle, quién sabe hacia dónde, como si esa otra vida que había disfrutado ese fin de semana en un festival hubiera terminado mejor de lo esperado, parando el tiempo y pidiendo que nunca se hiciera de día.

Un triunfo más para sentirse viva. No sabría adivinar qué otras mañanas le esperan, no imagino qué podrá ser de ella en otra ciudad distinta a la que se perdió esta vez. Solo sé que hoy habrá recordado que es lunes y que pronto, en otra estación del camino, sonarán los tambores con la luz del día.