En cada telediario, me parece escuchar una lectura representada de El caso. Da igual la cadena, siempre es lo mismo. Fíjense en los titulares: dos o tres noticias internacionales, algo de política nacional, diez minutos de crímenes, robos y altercados y otros diez de fútbol. Sale un busto parlante (qué expresión más horrible) y empieza a desgranar la información, con sonrisa congelada de estar encantado de hablar con nosotros. Lo importante es que sea divertido o lúdico, como todo ahora; da igual que sean tres los muertos en Mogadiscio o trescientos en la India, hay que contarlo con gracejo, no vaya a amargarnos la comida en el plato. Luego, alguna pincelada nacional, y por fin, el plato fuerte, los sucesos, con testimonios de familiares, vecinos y amigos: un robo en Madrid, una explosión de gas en Barcelona, nace un ciervo con tres cabezas. El telediario se convierte en oportunidad única para ser famoso, yo lo vi primero, eran una pareja normal, quién iba a decirlo. Y en compañía de imágenes que no escatiman la pierna cortada o el llanto, aderezado con preguntas como qué sintió cuando le dijeron que su marido había muerto. Menos mal que enseguida llegan los deportes, o mejor dicho, el deporte porque solo hay uno: pretemporada, temporada y tornaboda del fútbol. Y te levantas a recoger la mesa con la sensación de que vives en un mundo espantoso lleno de crímenes, y de que este país necesita más protección ante la oleada de violencia y, sobre todo, ante la conjura de los árbitros. Más control y más partidos de liga, una fórmula más vieja aún que el miedo que nos inoculan. A lo mejor, es que de eso se trata.