Hace años, cuando no existían los singles ni las familias monoparentales, cuando aún eran necesarias las literas y se establecían turnos de comida en las casas, la tía Pizca inventó la dosis individual en la tienda de mi calle. Entonces (cuesta creerlo) los hipermercados eran un concepto americano, tan alejado de nuestra realidad como que se pudiera hacer la compra a las nueve de la noche o una tarde de sábado. No existían ensaladas listas para su consumo ni verduras preparadas ni yogures de mil sabores con propiedades de todo tipo. Y desde luego, no existía el tamaño pequeño y mucho menos, la porción individual. O te llevabas la caja entera o te quedabas con las ganas. Así de simple. Pero la tía Pizca, soltera y sin hijos, encontró la fórmula perfecta. Convenció al tendero para que le vendiera primero un quesito, luego una hoja de lechuga, y consiguió al mismo tiempo que no se le estropeara la comida y que los vecinos odiaran hacer cola detrás de ella mientras pedía una pizca de sal, una cucharada de café, unos gramos de azúcar, y hasta un cacito de detergente. Pasaron los años y llegaron las grandes superficies con su oferta para todo tipo de consumidores, pero ella no llegó a conocerlo. Seguramente se hubiera mareado ante tanta porción y tanto envoltorio y hubiera echado de menos una mano amiga dispuesta a abrir una caja de quesitos para venderle solo uno. Ahora que en Madrid las tiendas pueden abrir todo el día, parece que los consumidores hemos ganado, pero a la vez hemos ido perdiendo algunas cosas en el camino: una pizca de lentitud y otra de paciencia, a cambio de grandes dosis de prisa y vértigo.