TCtomo los camaleones, existen ciertas personas capaces de mimetizarse con el ambiente. Son fáciles de reconocer y nada peligrosos, aunque resulten pesados por su afición a hacer suyas y más que suyas las costumbres de los lugares que habitan durante una quincena. Odian ser llamados veraneantes, y pretenden pasar por uno más. Para ello, emplean profusamente y a menudo fuera de lugar el vocabulario de la zona escogida. Pueden ser observados en cualquier pescadería andaluza pidiendo con soltura pijotas, acedías y chocos (cuando no distinguen más allá de la rodaja de merluza congelada), y evaluando como onubense o malagueño la frescura del pescado. También gustan de manejar el campo semántico de la náutica, patrones de yate de secano reconvertidos en lobos de mar. Así, soltarán en la conversación cabos, cabestrantes y hasta algún bauprés, como quien habla del pan de cada día. Se vuelven conocedores de levantes y ponientes y de todo rito autóctono en el que puedan inmiscuirse. La variante rural del camaleón vuelve en septiembre experta en tomates y sandías, con algún sombrero de paja que testimonie su colaboración en las labores agrícolas. Y, animales sociales al fin y al cabo, el placer definitivo no es conseguir la integración, sino poder contarla a los amigos, o mucho mejor, mostrarla in situ a los invitados. Que el pescadero te salude por tu nombre, y que puedas discutir del tiempo con algún pescador veterano, aunque sea con sorna por su parte, es el momento culminante de la quincena. Y si es con público conocido, el camaleón ya puede retirarse triunfante a sus cuarteles de invierno, hasta el verano siguiente.