TStiempre he creído que los instintos animales se apaciguaban o desaparecían con la educación, y que nuestro mundo civilizado bastaba para calmar la bestia que todos llevamos dentro. Pero a veces es difícil seguir creyéndolo, sobre todo en verano, cuando las normas se relajan y a falta de horario fijo, la animalidad soterrada aflora. Estos días he visto energúmenos discutir por el exacto lugar de una sombrilla y mujeres fuera de sí pelearse por una silla en una terraza. Y luego he observado el comportamiento de algunos congéneres en el bufé libre del hotel donde me alojaba. Esgrimiendo el plato, avanzaban sin guardar turno ni cola, avasallando niños con tal de llegar los primeros. A gritos, a empellones, y con la boca llena, buscaban una mesa libre, no en un reparto de comida humanitaria en un remoto campamento de refugiados, sino en un hotel donde las patatas fritas eran eternas y las bebidas no iban a acabarse nunca. He contemplado incrédula los empujones con que se abrían paso hasta los filetes, y sobre todo, cómo trataban a los camareros, como si el todo incluido incluyera también la humillación y la falta de respeto. Eso en agosto, en vacaciones y en el comedor refrigerado de un lugar donde el agua no estaba racionada. Si relajados, mostramos lo peor de nosotros mismos, no sé qué se puede dejar para situaciones difíciles. A veces es fácil pensar que la civilización es solo un barniz y que debajo, los instintos animales solo esperan la ocasión propicia. Pero es verano, pronto empieza el curso y no quiero dejar de creer en el poder de la educación, un todo incluido de verdad, que te blinda contra el desánimo.