No me tocó vivir la época en que una mujer debía pedir permiso para abrir una cuenta, o trabajar fuera de casa. Parece que han pasado siglos, pero no es tanto lo que nos separa de ese mundo gris y sórdido ante el que esbozamos la sonrisilla estúpida de las que no hemos peleado por nada de eso, como si todos los derechos no hubieran costado mucho y como si esa fuera la situación para todo el mundo. Desde nuestra cómoda atalaya occidental no nos damos cuenta de que la igualdad es un privilegio del que disfrutamos muy pocas. Mientras aquí discutimos normas gramaticales del idioma para acabar escribiendo una arroba mucho más aberrante, en otros países ser mujer equivale a no ser nada. Conocemos la ablación del clítoris, la lapidación o los casamientos concertados desde la niñez, pero todo pasa tan lejos que no parece afectarnos. Solo que hoy coinciden dos noticias espeluznantes, una, que el burka, esa cárcel de tela tan famosa, aún sigue siendo demasiado común en Afganistán, ese país que íbamos a modernizar con nuestra presencia. Y otra, aún peor, hay un lugar en la India, Salem, donde no nacen niñas. Nunca. La madre aborta al conocer el sexo o mata al bebé con el veneno de la adelfa, la flor del mal, o simplemente deja de amamantarlo. Las hijas no heredan y además hay que pagar su dote. Matarlas es la única solución, dicen, si no quieren ser repudiadas.

Y ahora, sabiendo esto, cómo se vuelve al mundo normal, al mundo tolerante y respetuoso en que vivimos. Respetar civilizaciones no es cerrar los ojos. Hay cosas que no pueden permitirse en el siglo XXI. Prefiero que me consideren intolerante a ser cómplice.