Estoy de acuerdo con Fabricio Caviano, fundador de Cuadernos de Pedagogía, cuando dice que conoce a muchos profesores que verifican cada día la magnitud de la comedia educativa que deben oficiar. Soy actriz, hija de actores, embarcada en esta profesión que más que nunca es un viaje a ninguna parte. Somos cómicos de la legua, obligados a divertir más que a enseñar (ahora todo es lúdico o debe serlo), y aprender cada año el libreto que se le ocurra al ministro de turno. Un año, por ejemplo, podemos dejar de estudiar literatura hispanoamericana a cambio de alguna gloria local. Y obviamos el nombre del Tajo si no pasa por nuestra puerta. Actuamos cada vez en peores plazas, delirios de arquitectos que forran de cristal las aulas para que nos achicharremos en primavera y nos congelemos en invierno. Recibimos a cambio las críticas que debería llevarse el autor de nuestros discursos, y nos acusan de no estar formados, en esta esquizofrenia de no saber para qué debemos formarnos. Ahora tocan ordenadores, pero mañana tocará cualquier otra cosa. Todo, menos danza, teatro, música, dibujo, bellas artes destinadas a la extinción frente a un mundo que cree que una tragedia es lo que ofrecen las sobremesas de Tele 5. Fomentad la lectura, nos dicen, pero no nos dan libros, sino pantallas, y ni siquiera nos dejan predicar con el ejemplo, tan ocupados nos tienen en medianías pedagógicas. Actúo cada mañana, represento lo mejor que puedo mi papel y sigo enamorada de esta profesión, a pesar de todos los que se empeñan en que las clases estén formadas por títeres y no por alumnos, enseñados por marionetas de oportunistas hilos.