TCtae un agua muy fina, son las ocho y Goyi monta en la línea 2. El autobús va lleno de muchachos con mochila que ríen temprano y tararean canciones, pero Goyi no canta. Las rotondas giran endemoniadas, el asfalto guiña su iris de lluvia y grasa y Goyi mira la nada. Cada mañana, desde Navidad, Goyi monta en la parada de Las 300 y viaja hasta el centro con la mirada en la nada, o en el todo, o a lo mejor mira dentro de sí y encuentra cosas que los demás viajeros no vemos. No sé qué mira Goyi mientras yo la miro a ella... De soslayo, claro, sin que se dé cuenta, a hurtadillas, como un voyeur de almas o un espía de temperamentos. Me gusta observarla sobre todo cuando el autobús llega a la Cruz y ella pide parada apretando el botón con una energía inusual. Entonces, se levanta, se estira la parka, se acerca a la puerta, baja, da unos pasos y desaparece. El bus prosigue su ruta y yo estiro la cabeza intentando averiguar más sobre Goyi, pero ella se pierde en el marasmo de bancarios y funcionarios que se cruzan en la esquina.

Ayer coincidí con Goyi en la parada del bus. Eran las cuatro, hacía sol y parecía relajada. Yo no hablo con nadie en las paradas desde que hace años un novio me miró con ojo avieso por hablar con su novia, pero esta vez me atreví y le pregunté a Goyi que si iba a trabajar. Ella me confesó el secreto de su fuerza: "No, sólo trabajo por las mañanas. Es que en Navidad me he puesto a hacer oficios para poder pagarle a mi hija el traje de comunión. Cuesta 60.000 pesetas, ¿sabe usted?".