TStólo quedan unas pocas migas. Ultimo las vacaciones deambulando por Castilla. Paisaje de verano de mieses ya recogidas y pacas amontonadas, preparadas para el invierno, y pinos, muchos pinos, hectáreas y hectáreas en un sorprendente y extensísimo arenal en tierras vallisoletanas. Y sigo, y paseo por Olmedo y paro en Arévalo. Dejo atrás las hermosas murallas de Avila. Pueblo a pueblo me voy acercando, consumiendo las migajas que atesoro, paladeándolas para que no se me escapen, sin darme cuenta, entre los dedos de la mano, como la arena de las playas en los mares.

Pueblo a pueblo. Mirando sus viejas casas, jugando a lo que me gusta, imaginar a quienes las habitaron, a quienes atravesaron sus puertas y se asomaron a sus ventanas; aquellos que durmieron, amaron y sufrieron en las estancias escondidas tras los muros. Me deleito pensando que siguen allí trasteando con sus cosas.

Van pasando las horas y cada vez estoy más cerca de Extremadura. Un cartel indica que si continúo por esa carretera, si no cambio de rumbo, si no sigo mi deambular por Castilla, llegaré a Plasencia. Pero todavía no. Aún me quedan algunas migas y quiero degustarlas una a una, prolongado su dulce sabor en mi boca.

Va cayendo la tarde y busco cobijo en las puertas de Gredos, a sus faldas, mientras el camino se torna en paseo al ser transitado por habitantes del pueblo que disfrutan así, en despaciosa charla que marca el ritmo de sus pasos, de la fresca temperatura que ha dejado el sol al ocultarse. Por el oeste aún es intenso el resplandor, postrero intento de frenar a la luna, alta ya en el cielo. Contemplando como se desarrolla la cotidiana lucha, llego a mi alojamiento. Desde la ventana veo recortadas las montañas. Sé que tras ellas está mi casa.

Será mañana cuando me coma las últimas migajas.