En 1945, el director Antonio Román narró su gesta en una película, en la que acuñó el apelativo por el que se conoce todavía a estos cincuenta y dos hombres. Un batallón de Cazadores, procedentes de casi todas las regiones de España, que defendió su posición en la guerra de independencia filipina, hasta mucho más allá de lo que cualquier imaginación podría plantearse. Los últimos de Filipinas resistieron hasta la extenuación, sin saber que ya habían perdido la guerra, el sitio al que fueron sometidos por el ejército tagalo en la iglesia de Baler, un pueblecito al noreste de Manila.

Once meses después de la firma del tratado de París, por el que España vendía a Estados Unidos el archipiélago filipino por veinte millones de dólares, treinta y tres hombres, con el teniente extremeño Martín Cerezo a la cabeza, salían de aquella iglesia. El resto murió defendiendo un territorio que no les pertenecía desde hacía trescientos treinta y siete días.

Pero otro de los aspectos admirables de esta historia, por encima de ideologías y de partidismos, es el comportamiento del ejército tagalo al recibir a los soldados españoles. Al contrario de lo que ocurriría cuarenta años después en España, el ejercitó vencedor no humilló al vencido.

Los últimos de Baler salieron de la iglesia flanqueados por dos filas de soldados tagalos en posición de firmes, y recibidos después como héroes por Emilio Aguinaldo , el general mestizo que se alió con los americanos para ganar la guerra.

Una lección para la historia, que no se debería mantener en el olvido.