Ayer por la tarde la capilla Sixtina no estaba todavía lista para recibir a los 115 cardenales electores del sucesor de Benedicto XVI, que este martes, aislados del mundo, empezarán a votar. Unas 40 personas trabajaban disciplinadamente debajo de la bóveda pintada por Miguel Angel, vigilados por una docena de agentes de la gendarmería vaticana. Carpinteros, pintores de brocha gorda y fina, tapiceros y algún ingeniero que se ocupaba de la famosa estufa que, en pleno siglo XXI seguirá funcionando como único canal de comunicación con el resto del planeta mientras dure el cónclave. Una antigüedad secular, unida a los barridos ultramodernos que, poco antes del "extra omnes" (fuera todos), que pronunciará el Camarlengo, limpiarán la Sixtina artilugios de espionaje.

Los obreros están coordinados por el ingeniero Paolo Sagretti, de la Florería, una institución que cuida la logística vaticana. Las primeras sillas de cerezo ya estaban dispuestas frente a las 12 largas mesas de conglomerado sobre las que los cardenales escribirán el nombre del elegido. Son de madera bruta, cubiertas con un paño color beige y satín de burdeos.

PRECEDENTES DE FILTRACIONES Frente al altar, debajo de los condenados y glorificados por Buonarroti, ya está la mesa para la votación y un atril, en el que serán colocados unos Evangelios sobre los que los cardenales jurarán guardar secreto sobre cuanto suceda en el recinto de unos 2.500 metros cuadrados, aunque siempre se escapa alguna información. Sucedió en 2005 a un cardenal brasileño, que confesó a su hermano haber recibido algún voto y a este le faltó tiempo para vender la información a un diario.

El primer cónclave, entendido como encierro total, tuvo lugar en 1276. Pero no fue hasta después de 1978, cuando Karol Wojtyla, una vez papa, cambió las normas. "Es insoportable", dijo de aquel cónclave celebrado en la canícula de agosto y repetido en septiembre por la muerte casi súbita de Juan Pablo I.

RONQUIDOS Y ACHAQUES Sucedía que el centenar de cardenales se alojaban entonces en los aledaños de la Sixtina. En los pasillos y salas se habilitaban unos aposentos espartanos: con orinales debajo de la cama; sin ventanas ni salidas; con simples cortinas que separaban las camas; con ventanas y puertas tapiadas. Unos oían los ronquidos del otro o los lamentos por sus achaques. Tras la elección, Juan Pablo II dispuso que durmieran en una cómoda residencia-hotel interna al Vaticano y se trasladaran a la Sixtina solo para votar.

Ya están instaladas también las estufas de la fumata. Son dos, una para quemar las papeletas de las elecciones sin resultado final y otra, añadida desde el 2005, que funciona con fumígenos blanco y negro, según haya o no haya nuevo papa para la Iglesia Católica. El recurso intenta obviar el ambiguo humo gris que salió tras la elección del alemán Joseph Ratzinger. Durante siglos, el humo blanco era obtenido quemando las papeletas junto con paja seca y el negro con paja mojada.

UNA ANECDOTA En el conclave de 1963, en el que se eligió a Paulo VI, Anselm Maria Albareda, cardenal y benedictino de Montserrat, actuó de fogonero. "No sé lo que sucedió --revelaría más tarde--, y mientras quemábamos las papeletas ya inutilizadas junto con la paja mojada, el viento dio un revolcón y el humo, en lugar de salir hacia fuera, se metió en la Sixtina y casi ahogamos a los cardenales".