TAtcaba de caérseme al suelo la última de mis tazas favoritas y se me ha roto. Eran unas tazas de color gris claro, menudas, bonitas, redondas, esbeltas. Me las regalaron cuando me casé y han conocido la historia de mi única adicción: el café. Nunca he fumado. Bueno, una vez encendí un pitillo, exhalé el humo tres veces y lo apagué asqueado. Tendría 12 años y subía con unos amigos a La Montaña para hacer ejercicios espirituales. En aquellas jornadas ignacianas los niños cacereños salvábamos el alma, pero aprendíamos a emponzoñar el cuerpo de nicotina. No he vuelto a fumar, pero me aficioné al café en cuanto descubrí que me ayudaba a pensar. Primero lo bebí solo y con tal ansia que no era capaz de empezar a trabajar hasta que no había vertido un buen chorro de café negro en mi taza gris y esbelta.

Con los años, las tazas se fueron rompiendo y mi cuerpo empezó a rechazar tanta excitación. Hube de dosificar la cafeína y he acabado tomando un manchado para evitar los nervios y otras acechanzas de la edad. En la pantalla de mi teléfono móvil aparecen una taza de café y un periódico. Pero ahora he perdido mi taza y me puede el desasosiego. Somos raros: se nos quiebra un pedazo de loza y nos quedamos sin referencias. Nos gusta leer todos los días el mismo periódico, seguir todas las temporadas al mismo equipo de fútbol, votar siempre al mismo partido, beber café cada mañana en la misma taza. A lo mejor, esa animalidad de costumbres tiene la culpa de nuestra mediocridad y la intensidad puede empezar con algo tan sencillo como cambiar de taza.