Por la ley Moyano de 1857 se decretó la creación de una Junta Provincial de Instrucción Pública en cada capital de provincia «para el fomento y prosperidad de la enseñanza primera y segunda». Estas juntas establecían cuál era el horario escolar en función de la estación del año, ya que se adaptaba a las condiciones climatológicas (por ejemplo, en Cáceres, en verano se adelantaba el horario de mañana y se retrasaba el de tarde).

En sendas órdenes ministeriales de 1887 y 1888 se dictó que en verano habría vacaciones durante un mes y medio en las escuelas. Sin embargo, en muchos lugares los maestros eran obligados a mantener abiertas las escuelas todo el año, y esto es lo que parece ser que sucedía en Cáceres, como veremos a continuación. El ministerio tuvo que redactar una enérgica circular en 1891 en la cual se exigía a los ayuntamientos y a las juntas que aplicaran con rigor las normas establecidas. Donde sí existía un receso entre cada curso escolar era en la segunda enseñanza y en las universidades. Para el resto de profesiones la palabra vacación, en general, no existía.

En las actas del Ayuntamiento de Cáceres queda reflejado que en ocasiones se suspendían de manera extraordinaria las clases durante unos días por las altas temperaturas o con motivo de alguna epidemia o peligro de ella. Por ejemplo, en noviembre de 1886, como secretario de la Junta de Instrucción Pública, Alejo Leal Jiménez, tuvo que comunicar a los maestros de Cáceres que se suspendían las clases «en virtud de hallarse epidemiada esta ciudad de la enfermedad cutánea denominada Sarampión» hasta que cesaran las circunstancias que habían motivado las suspensión de las mismas.

Alejo Leal, maestro de segunda enseñanza, había recibido ese mismo año su nombramiento como secretario de la Junta. Seis años después, en el verano 1894, el ayuntamiento decidió clausurar las escuelas públicas por la tarde «en virtud del excesivo calor que se experimenta y por existir en la población algunos casos de sarampión».

No eran estas las primeras veces que se decretaba la suspensión de las clases en aquellos años. Las altas temperaturas marcadas por los termómetros en el verano cacereño de 1881 habían propiciado que el alcalde, José Calaff, redactara la siguiente circular: «En atención a los excesivos calores que se están dejando sentir en esta capital y a las continuas quejas que los profesores de instrucción primaria me dirigen haciéndome ver lo insano y altamente perjudicial que es a los niños la aglomeración de estos en los locales de dichas escuelas, he dispuesto que desde el día primero de agosto hasta el 20 del propio mes inclusive suspendan sus tareas escolares».

Antes, en 1874, había habido una epidemia de viruela que había ocasionado 178 muertos en la ciudad. En 1885 una gran epidemia de cólera azotó el país, pero tuvo poca repercusión en Cáceres, a pesar de ser una de las provincias de España con más alto índice de mortalidad. Este azote estaba relacionado con una mala alimentación crónica y con períodos de hambre derivados de las malas cosechas. Afortunadamente, los recientes descubrimientos de la época, debidos a Koch, de cuáles eran los bacilos que provocaban el cólera y la tuberculosis, y la vacuna patentada por Ferrán contra el cólera eran grandes acontecimientos que anunciaban que algún día se ganaría la batalla contra estas plagas que asolaban el siglo. El mismo rey Alfonso XII sucumbía a los estragos de la tuberculosis sin haber cumplido treinta años. En Cáceres, el alcalde Antonio Quirós suspendió las clases en julio de ese año de 1885, por orden del Gobernador Civil.

La propagación de la llamada gripe rusa, una de las epidemias más importantes de siglo XIX por los estragos que causó (1889-1890) se llevó a la hija mayor de Alejo Leal, con 17 años. Otro de sus hijos había muerto siendo un niño por causas que desconocemos. Era el pan de cada día que la mortalidad infantil visitara a las familias.

En el verano 1894 se suspendió la actividad docente de la tarde por el calor excesivo y por haberse detectado algunos casos de sarampión en la ciudad. La terrible epidemia de viruela del verano de 1898 fue de tal calibre que se suspendieron las clases hasta el mes de noviembre para proteger a los niños. A esta epidemia le siguieron dos, en 1909 y en 1910, a pesar de que esta enfermedad había empezado a controlarse a partir de la implantación de la vacuna obligatoria, en 1902. En esos años de la primera década del siglo XX, se achacaba la rápida propagación de la viruela por toda la ciudad al hecho de que las vecinas lavaran la ropa de los enfermos en las fuentes públicas. Los mismos lugares en que abrevaba el ganado y se acarreaba agua para uso doméstico.

En esos años hubo en Cáceres epidemias de tifus, gripe, difteria, disentería, viruela, tosferina, paludismo, cólera, etc., además de las recurrentes de sarampión. Los niños eran los más vulnerables a muchas de estas enfermedades, en especial al sarampión. (Acaso muchas personas crean que el sarampión está erradicado; cuando esa enfermedad mata cada día en el mundo del orden de 300 personas, en su mayoría niños, por citar un ejemplo de enfermedad que prevalece).

Cada escuela, de una sola aula, acogía alumnos de todas las edades. Iban a clase separados por sexos, a unas escuelas que con frecuencia eran simplemente una pieza de la vivienda del maestro o la maestra.Por ello cobraban un alquiler al Ministerio de Instrucción Pública, que no siempre recibían. El salario de los maestros era superior al de las maestras, como cabía imaginar.

La maestra Antolina Tejeda se dirigió en numerosas ocasiones a la Junta Provincial de Instrucción Pública para reclamar el abono o pedir un aumento del alquiler de su escuela (en la que tuvo unos años como ayudante a su única hija, Teodora Ramos, también maestra, esposa de Alejo Leal) o para quejarse del excesivo número de alumnas que se le habían asignado (curiosamente, no se ha encontrado ninguna reclamación con fecha posterior a la de nombramiento de su yerno como secretario de la Junta…).

LAS AULAS / El hacinamiento, debido a la escasez de puestos escolares y a las condiciones precarias de las escuelas, provocaba situaciones penosas en las aulas. Las niños eran más vulnerables que los adultos a las epidemias de sarampión (las más recurrentes). Una buena parte de la mortalidad infantil se debía también a diarreas y a gastroenteritis, relacionadas con la insalubridad de las aguas y con la falta de alcantarillado. Las epidemias se sucedían, como vemos, arrastrando con ellas muchas vidas. Entre ellas la de Teodora Ramos que murió de tifus a la edad de 43 años, en 1893. Su hijo León estuvo al borde de la muerte un mes después por la misma epidemia.

Las fuentes estaban cada vez más deterioradas y el Ayuntamiento de Cáceres empezó a plantearse la necesidad de dotar a la ciudad de un sistema de distribución de agua, pero las dificultades económicas del municipio en aquellos finales del XIX retrasaban el proyecto.

El siglo XIX fue relevante en avances científicos, pero cuánto dolor, cuánto sufrimiento para la mayoría de los habitantes de nuestro país a causa de las enfermedades infecciosas. Y no hemos llegado, en este breve y muy incompleto repaso, a la mal llamada gripe española de 1918, de baja incidencia en Cáceres, de la que se habla tanto en estas fechas que parece a veces que ha sido la única que nuestros antepasados próximos han sufrido.

Cuando las muertes por Covid-19 van dejando de ser cifras y se van convirtiendo en nombres de personas queridas o cercanas,es cuando nos duelen de verdad. Por eso he querido dar algunos nombres y apellidos a estas epidemias pasadas, no porque fueran personas relevantes o significativas en la ciudad, aunque sí lo sean para mí, sino para acercar a nosotros esas tragedias que ya vemos en color sepia. Por suerte, la sociedad ha seguido evolucionando y la ciencia avanzando. Por nuestros descendientes y por nosotros entonemos un canto a la vida, pero sin olvidar de dónde venimos. Ojalá esto nos ayude a reflexionar y a encontrar nuevos caminos. Yo me limito a dar testimonio de lo que he leído.

La autora es profesora.