En un programa de radio sobre consumo se hartan de decirnos que un simple folleto tiene valor contractual. Desde las condiciones de un viaje hasta los precios de unos electrodomésticos deben ser respetados, y de nada vale esa coletilla apelando al error tipográfico o al fin de existencias como coartada. Los asteriscos de cada oferta publicitaria nos remiten a una letra no apta para afectados de presbicia, en la que todo se explica para que nadie se dé por engañado. En cambio, la política carece de controles de calidad serios: está más vigilada la carne de las hamburguesas que lo que se promete en cada campaña. Un candidato ha ido al notario con el programa electoral y afirma que dimitirá a los dos años si no cumple lo prometido. Lo preocupante es que este hecho se ha convertido en noticia, ya que Tierno Galván inmunizó a esta sociedad con aquello de que las promesas electorales estaban para incumplirse. Como consecuencia de aquella frase hoy existen mecanismos legales para empapelar al panadero que escamotea unos gramos en cada pieza, pero apenas hay nada en el ordenamiento jurídico para protegernos de los vendedores de humo, de los que deciden que nos tenemos que apretar el cinturón pero no pueden viajar en turista, de los que acusan al contrario sin pruebas, y de los que acallan y secuestran las voces discordantes de la prensa. Sé que es mucho pedir, pero me contentaría con que las promesas de los próximos meses se publicaran en el Boletín Oficial y tuvieran la misma validez contractual que esos panfletos que pueblan los buzones y que te llevan al Caribe por 200 euros. Sin letra pequeña.