Partiendo de la base de que ponerse al volante es una oportunidad de demostrar que se es un buen cristiano, el Vaticano ha decidido poner su grano de arena en la lucha contra la tragedia de las carreteras. No se ha limitado a dar consejo, ni ha encargado a un prelado que dicte cátedra desde un púlpito, ni ha dado orden de que se vuelvan a bendecir los coches, como antaño. Más o menos como Moisés cuando bajó del monte Sinaí, el cardenal Renato Martino divulgó ayer lo que en adelante deberá cumplir todo aquel que presuma de respetar la ley moral: los 10 mandamientos del conductor.

El primero, el más importante: no matarás. Los otros invitan a la prudencia, a la educación, a la caridad, a la solidaridad con las víctimas y con "los más débiles", a la responsabilidad. Acaso los que más llaman la atención son el segundo, que pide que se conciba la carretera como un espacio de "comunión con los demás"; el quinto, que prohíbe convertir el coche en una expresión de poder y dominación, así como en un "instrumento de pecado"; y el octavo, que exhorta a promover reuniones entre los conductores y sus víctimas para que, en el momento oportuno, puedan vivir "la experiencia liberadora del perdón".

¿Religión y tráfico? Sí, dice el Vaticano: porque la carretera es un lugar idóneo para poner en práctica los valores cristianos; porque viajar es una oportunidad de acercarse a Dios descubriendo "los tesoros de la Creación", y porque, para el auténtico creyente, "la carretera también representa un camino hacia la santidad". Martino recuerda que la Iglesia tiene mucho que decir al respecto como quiera que la Biblia está repleta de viajeros: desde los profetas errantes como Isaac, Jacob y Abraham hasta los miles de elegidos que salieron de Egipto.

En sus Orientaciones para la pastoral de la carretera , tampoco olvida a Pío XII, que en 1956 habló así a los conductores: "No olvidéis respetar a los demás usuarios de la carretera. Sed educados y justos con los otros conductores y con los peatones, enseñadles vuestra naturaleza servicial. Enorgulleceros de poder controlar vuestra natural impaciencia, de sacrificar algo de vuestro sentido del honor para que la cortesía, que es una muestra de caridad verdadera, pueda prevalecer".

Martino recuerda que 35 millones de personas murieron en las carreteras el siglo pasado, más de 1,2 millones solo en el 2000, y concluye que se trata de un auténtico desastre que plantea un "serio desafío a la sociedad y a la Iglesia". Conducir bien, escribe, es una cuestión de moralidad basada en "principios teológicos, éticos, legales y tecnológicos". El texto denuncia comportamientos "poco equilibrados" de algunos y cifra en cinco las virtudes del buen conductor cristiano: autocontrol, prudencia, cortesía, espíritu de servicio y conocimiento de las leyes de tráfico.

En el confesionario habrá que expiar nuevas culpas: para Martino, "un adelantamiento peligroso puede ser un pecado".

En otro párrafo, propone que a los hombres que visitan los prostíbulos hay que castigarlos penalmente.