TDtesde hace semanas, vivo emparejado con Kate Moss. Junto a esta columna, un día sí y otro también, aparece una fotografía de la famosa modelo y se nos cuentan sus desgracias desde que alguien la fotografió con un teléfono móvil esnifando cocaína. De tanto compartir sábanas de papel con ella, he acabado por cogerle cariño. ¡Cuánta hipocresía rodea su caso y cómo detesto esos teléfonos móviles que han acabado con cualquier atisbo de intimidad! En el mundo de Kate Moss y en el de quienes ahora se rasgan las vestiduras por su drogadicción, la cocaína es compañía habitual. He entrevistado a correos de coca que la trasportaban en autobús desde Galicia a Madrid y se la suministraban a ilustres personajes de la farándula nacional. Pero de pronto le toca la china a Kate Moss y se convierte en el chivo expiatorio de todos los sepulcros blanqueados.

No hace mucho, nos rasgábamos las vestiduras por las cámaras televisivas que se instalaban en las ciudades para vigilar nuestros pasos. Ahora, cada ciudadano anónimo puede ser un ojo orwelliano que nos espía. Conozco a jóvenes que fotografían a sus profesores para hacer montajes comprometedores que luego difunden por la red, vigilantes de lo cotidiano que te retratan en un desliz o en una debilidad y luego lo distribuyen de teléfono en teléfono. Estamos controlados y a merced del azar fotográfico. Si te toca, como a mi pareja de hoja, serás maltratada por quienes se quieren redimir despellejándote. Nadie está libre del montaje ni del espionaje. El ojo delator te vigila.