John Maxwell Coetzee (Ciudad del Cabo, 1940) se ha ganado la fama de inescrutable a pulso. Dos veces ha obtenido el Premio Booker y dos se ha negado a recogerlo. No concede entrevistas. No permite que nadie curiosee en su privacidad. Considera que todo lo que hay que conocer de él está en sus libros.

Y nos habríamos resignado a saber que es un surafricano de origen afrikaaner que acabó escribiendo en inglés de no ser porque, inopinadamente, en 1997 publicó el primer volumen de sus memorias, Infancia . En ella --si estamos dispuestos a creer que no es ficción-- se dibuja como un niño egoísta, soberbio e inteligente que sentía terror por la violencia de los profesores y perplejidad ante la evidencia de que los amos de las granjas fueran blancos siendo negros los nativos. Su padre era un abogado fracasado y su madre, una profesora retirada.

Luego Coetzee regaló Juventud , el segundo volumen de intimidad. Sabemos que antes de los 20 dejó el domicilio familiar, estudió cursos sueltos en Ciudad del Cabo, trabajó de noche en la biblioteca de la universidad y empezó a abrigar el deseo de apartarse de ese mundo violento y excluyente. Acabó instalándose en Londres con la intención de ser un artista como Pound o Elliot. Estudió lingüística y encontró trabajo como programador de IBM, una labor muda y solitaria que le espesó el mutismo y la soledad. Ejercitó esa perspectiva del testigo que aprovecharía literariamente.

MARCHAS CONTRA LA GUERRA

Más tarde se marchó a Austin (Texas) a estudiar inglés. En 1968 acabó su tesis sobre Beckett y, durante dos años, enseñó en la Universidad de Búfalo. Pero su participación en las marchas contra la guerra de Vietnam le obligaron a marcharse de EEUU y volver a Ciudad del Cabo, donde impartió clases de literatura desde 1971. Su prosa desnuda y contenida empezó a ganar volumen y tres años después la ofreció en Dusklands . Le siguieron En medio de ninguna parte y Esperando a los bárbaros . Aunque Vida y época de Michael K. (1983), que obtuvo el primer Booker, fue su trampolín universal.

Coetzee, que hoy vive en Adelaida y enseña en Chicago, mantiene con Suráfrica una relación de amor y de repulsión. Siempre ha subrayado que no es defensor de ninguna causa. "Soy alguien que tiene noción de la libertad, como la tiene cualquier prisionero, y que construye representaciones de gente que se libera y ve la luz". Con Desgracia , el otro Booker, demostró que el fin del apartheid no fue el fin de la violencia.

En Coetzee las ficciones se sitúan fuera de la historia. Cada título subvierte el género de manera distinta. Pero todos sus protagonistas intentan sobrevivir en un mundo donde el poder ha destruido el sentido de las palabras. Son seres violentamente solos, hundidos en la culpa, estériles. Antihéroes en torno a los cuales, Coetzee aporta una riqueza estética, un humor sombrío y una dosis de ambiguedad lingüística. La otra Nobel surafricana, Nadine Gordimer, ha dicho que llega al centro neurálgico del ser.