En la introducción de Angelina o el honor de un brigadier , Enrique Jardiel Poncela viene a hundir, o al menos a dejar tocado, un mito al que se aferran muchos escritores, ese de que viajar estimula la imaginación y la inspiración literaria. No es que Jardiel esté en contra de este lugar común, es solo que lo afina al confesar que él solía concluir sus viajes "groggy, sin ideas en el cerebro, con la boca seca, el bolsillo exhausto y el cuerpo oprimido. Y un corazón de plomo". Metáforas e hipérboles aparte, estoy con él. Según mi experiencia, los viajes, por lo general agotadores, estimulan más la circulación sanguínea que la inspiración. De aquellos que duran más de una semana, por ejemplo, siempre traigo a cuestas más contracturas musculares que grandes ideas literarias. Es solo con el paso del tiempo, una vez el lumbago y los insidiosos callos de los pies empiezan a dejar paso en medio de la bruma a una catarata de sensaciones y recuerdos, cuando, con un poco de suerte, consigo recuperar la inspiración. En el transcurso de un viaje, la primera víctima suele ser la musa, que huye hacia los brazos de cualquier otro escritor en pantuflas cuyo mayor traslado consista en ir del escritorio al baño y del baño al escritorio.

En fin, ocurre con los viajes y la escritura como con el sexo: agotan cuando se hacen bien. Es por esto que, desde hace años, dejo fuera de la maleta el bloc de notas y en su lugar incluyo analgésicos, antiinflamatorios y tiritas. El objetivo no es escribir sobre la marcha, sino seguir vivo para poder escribir cuando la marcha termine. Las musas, generosas, me lo agradecen.