Un amigo poeta que ha participado recientemente en unas jornadas literarias en Santo Domingo me cuenta que ha vivido una experiencia tan positiva allá que va a escribir un libro de viajes, fotografías incluidas. Le envidio. Hace algunos años estuve en la República Dominicana en régimen de todo incluido y guardo unos recuerdos tan pobres que si tuviera que anotarlos en la parte trasera de una foto carné me sobraría espacio. No porque el viaje me resultara ingrato, más bien lo contrario. Como se suele decir, fue demasiado. (Demasiado sol, demasiada playa, demasiada comida).

Antes se veraneaba en la costa quince días tras un año de duro trabajo, pero en esta sociedad del bienestar hemos acabado veraneando todo el año excepto quince días que, por vergüenza torera, dedicamos al trabajo. Nada tengo contra el confort (prueba de ello es que escribo desde un jacuzzi mientras una geisha me masajea el cuero cabelludo), pero sigo pensando que mezclar placer y viajes es cosa de cobardes.

Yo presumo precisamente de lo contrario: de haberme labrado con sangre y sudor un currículum de viajes en los que la tarea más divertida ha sido deprimirme. De ahí que guarde un inolvidable recuerdo de la mustia ciudad irlandesa de Cork, en la que pasé dos meses aterido, durmiendo en el desvencijado sofá de un diminuto salón que daba a una callejuela sin apenas luz. Ya de regreso en España, enseñaba a unos y otros mis dolorosas contracturas musculares con el mismo orgullo con que algunos viajeros felices muestran fotografías personales tomadas junto a las pirámides de Egipto o la tumba de Napoleón Bonaparte. textamentosgmail.com