La primaveral tarde del sábado de dolores, azuzada por algunos vientos de la sempiterna borrasca semanasantera, me sorprende cacereñeando por los aledaños de la eternidad de la plaza de San Juan, con mi mujer, con unos amigos y mi hermano Paco. Hablamos de la hondura y el fervor procesional y de las estaciones penitenciales cacereñas, de la templanza y el sosiego con que se desliza la vida en la ciudad y, sobretodo, del renacimiento de Cáceres.

De repente suena el teléfono portátil de mi hermano. Don Víctor Gerardo García del Camino ha fallecido. Y en el recogimiento del recuerdo me retrotraigo tantos años atrás cuando impartía a la muchachada bachiller cacerense, con un impecable y humanístico ejercicio profesoral, las enseñanzas de la Literatura. Una labor que ejercía con tanta pasión como sencillez. Acaso con una dulzura pedagógica con la que aquella entrañable generación universitaria de educadores trataban de imprimirnos los mejores afanes e inducción al estudio.

Una tarea que llevaba a cabo con la sensibilidad más racional, con la profundidad más académica, con el rigor y el esmero de instruirnos como personas de bien. Don Gerardo, como se le conocía en todos los foros, formaba parte de unas muy especiales y añoradas generaciones de eminentes profesores, don Eugenio Matas, don Rodrigo Dávila, don Abilio Rodríguez Rosillo, don Fernando Marcos, don Casimiro García, doña María Luna, don Juan Delgado Valhondo, don Martín Duque y otros muchos que desplegaron muy peculiar y educacionalmente sus conocimientos sobre una larga geografía humana de estudiantes, hoy diseminados por los páramos más diversos de la vida.

Don Gerardo era un profesor de su tiempo. Y, también, una persona de la mayor afabilidad, de bondadosa rectitud, de una exquisita formación y cultura hasta conducir al alumnado a una enseñanza de máxima pulcritud. Hombre de bien, que se esforzaba en mostrarnos, a través de cada clase o cada encuentro por la calle, una lección educacional de la vida. Y en la que, además de los ámbitos de la Literatura, sobresalían los modales, la cortesía, la cordialidad, la generosidad y la atención con todos.

Y es que con don Gerardo se aprendía casi hasta sin querer, tal era su forma de ser y de actuar. Lo que se desprendía tanto en la Biblioteca, "silencio, por favor, en este lugar sagrado", nos solicitaba con extrema delicadeza, como en las aulas y de cuyas pedagógicas explicaciones los bachilleres nos ausentábamos muchas veces cuando se nos atravesaba el rayo de una adolescencia ribeteada con visos de inconsciencia entre poemas rotos, citas insignificantes, insustanciales pasatiempos o el partido del domingo del C.D. Cacereño.

Con el dolor de su fallecimiento, quiero desempolvar para los lectores aquella clase de Literatura tras un puente festivo y con la inmensa mayoría de los alumnos sin haber agarrado un libro. Yo me escondía, como casi todos, a excepción de los de la primera fila, tras la espalda de un compañero. Como si el hecho de que don Gerardo no nos viera pudiera evitar su afán de sacarnos al estrado y preguntarnos por la última lección.

De repente, tras pasar lista, sonó su nasalizada voz:

--Señor Gutiérrez ¿tiene la bondad?

Enrojecí de la más supina ignorancia y avancé, temblequeante, por el pasillo entre las perniciosas sonrisas de unos compañeros y la ironía y cretinez de otros.

Al llegar al estrado el profesor aclaró:

--Claro que habría que especificar que este Gutiérrez es junior, porque el senior o señor sería su padre, mi amigo don Valeriano.

Y poco a poco fue desguazando una lección de latines, de literatura, de historia, de filosofía y de humanidad pedagógica que toda la clase seguía entusiasmada, mientras yo contaba los segundos para que alargara su precisa y magistral disertación.

De repente se abrió la puerta de la clase, asomó la cabeza de Sánchez, el viejo bedel, un cascarrabias de solemnidad, y con su peculiar malhumor, semigritó:

--Señor García del Camino, la hora.

Respiré con alivio. Don Gerardo se levantó, guardó unos papeles en la cartera de mano, me dio una cariñosa palmada en el pescuezo y espetó:

--Vaya un peso que le he quitado de encima ¿eh, amigo? Pero prepárese para el próximo día que lleva todas las papeletas para explicarnos el tema de hoy.

Probablemente puse una cara de interrogante. Atrás quedaba aquella lección, bordada y pespunteada con la más sorprendente identidad, en beneficio del alumnado, y que se nos quedó grabada a todos los compañeros como tantas lecciones magistrales que impartió don Gerardo a miles de alumnos y que hoy, con el paso de los años, agradecemos de todo corazón la savia de aquella filosofía magisterial con la que nos impartía tantas enseñanzas repletas de la más generosa sabiduría y dictadas con un cariño pletórico y humanístico.

¡Qué forma, profesor, tan bella y entrañable, tan cercana, de enseñarnos Literatura!

Descanse en paz.

Juan de la Cruz Gutiérrez