Dijo que tenía dieciocho años. Parecía más joven. Su cara era la de un chiquillo apenas salido de la adolescencia, aún marcado por el acné. Coincidimos en el ascensor del edificio donde tengo el trabajo. El joven portaba una serie de paquetes que debía entregar. Torció el gesto cuando le pregunté por sus estudios. Los había dejado. Prefería trabajar. Me sentí obligada a decirle que retomara su formación, que sin cualificación no llegaría a ninguna parte, que la vida es más corta de lo que parece, que se enfrentaba a una trayectoria laboral irregular, con periodos de paro y de apuros, y que, al final, lo más seguro es que tendría una jubilación escasa. Me dio las gracias por el consejo, pero prefería dedicarse a la paquetería. Bajé en mi planta y su cara granulosa desapareció tras las puertas.

Con toda la vida por delante pensé que no comprendió de qué le había estado hablando. Podía ser su madre y para madre ya tenía una que, con toda seguridad, le leía la cartilla en casa. No le hacían falta las negras reflexiones de una vieja y desconocida agorera. Era educado. "Gracias señora" me dijo de nuevo en el último momento, a través de la ranura a punto de cerrarse. Allí me quedé unos instantes, frente al ascensor. Es posible que después de todo le vaya bien. Que acabe matriculándose en la escuela de adultos y curse algún módulo de formación profesional, que su vida laboral sea fructífera y termine montando una empresa o siendo el director del servicio de paquetería en el que ahora es repartidor. A fin de cuentas qué sé yo de los caminos de las vidas ajenas y de los trabajos que proporciona la cualificación. Sin ir más lejos, en esta profesión del periodismo, hay compañeros que a los treinta años no han conseguido tener un año entero cotizado. ¿Cuántos periodos de paro tendrán y cuál será su jubilación?