La importancia del vino en los monasterios a lo largo de los siglos ha ido más allá del acompañamiento a los guisos o de su utilización para los oficios religiosos, ya que su producción era una gran fuente de riqueza que determinaba el poder religioso y su influencia en la población.

Así se pone de manifiesto en el Libro y registro de la bodega del Monasterio de Guadalupe , considerado el tratado más antiguo de viticultura, que data de 1520, y que la enóloga y periodista emeritense María Isabel Mijares ha estudiado en profundidad.

El tratado de Fray Juan Luis de Siruela, dos veces prior del Monasterio, está escrito en tela y conservado en la Biblioteca Nacional, y desarrolla en 40 capítulos y con exquisita precisión la producción, conservación y administración de los caldos.

A lo largo de los cuarenta capítulos el libro explica cómo se deben plantar las distintas clases de uvas, recetas para hacer vinos olorosos y dulces a partir de vinos blancos y tintos y normas para evitar el calor de las bodegas. Hay, por ejemplo, un capítulo especialmente dedicado a la compra del vino y a la fabricación de las cubas para su óptima conservación.

Llega a especificar hasta cómo debe gastarse el vino según el destino para el que se use, sea en el convento, la sacristía, el hospital o la hospedería que regentaban los monjes.

Según los diferentes oficios, el tratado recoge la cantidad que debe administrarse a los caseros, mandones, casados clérigos, mayorales, carniceros, estudiantes, obreros y hasta sepultureros.

Las mujeres, no obstante, estaban exentas de los placeres de la cata, y es que como decían en la época, "no se entiende que todos puedan beber vino".

Además, dedica un capítulo entero a cómo debe darse el vino a los alemanes y franceses.

La producción de vino en las tierras extremeñas llegó a ser abundante y de calidad, tanto como los estupendos guisos que se ofrecían a cuantos peregrinos y pobres se acercaban al Monasterio para alimentarse o curarse en el hospital.

La sangre de cristo sirvió durante mucho tiempo a los monjes de Guadalupe para arraigar a la población a lo largo y ancho de las más de 2.000 hectáreas de siembra de que disponían y que daban trabajo a numerosos jornaleros de la zona.

Según Mijares, el libro relata el amplio término vitivinícola de Guadalupe en aquellos tiempos, desde San Martín de Valdeiglesias (Madrid), Talavera de la Reina (Toledo), pasando por Cañamero (Cáceres) y llegando hasta parte de Andalucía.

Entonces, Guadalupe estaba apoyada por la orden Jerónima (más tarde se convertirá en Franciscana, hasta la actualidad), la monarquía y la nobleza, lo que implicaba dinero y poder.

La actividad vitivinícola daba trabajo a 50 personas fijas durante todo el año, que estaban al mando de los frailes, y luego había refuerzo en la época de la recogida de la uva, pudiendo llegar hasta las 600 personas.