TAtcaba de empezar el curso y ya comienzan a bombardearnos con la violencia escolar. El caso es que los políticos, tan preocupados de la educación que sacan tres o cuatro leyes al año, a ser posible totalmente contrarias a las del partido anterior, se llevan las manos a la cabeza, y no dejan de repetir expresiones espantosas como esa de tolerancia cero. Hay que erradicar la violencia en las aulas, dicen. Tolerancia cero con los agresores. Y yo, que trabajo en esto de la enseñanza, me pregunto por qué no se empieza desde el principio. Los alumnos violentos no se revisten de bestias salvajes en cuanto cruzan el umbral de un centro educativo ni dejan de serlo a las dos y media. Un angelito no se convierte en demonio al sonido del timbre y ninguna asignatura es conjuro para que se despierten los bajos instintos. La violencia se lleva como un traje de neopreno, ajustado al alma. Y se ha tejido de esos hilos que urde el exterior: la mala educación, la precariedad del mercado laboral (para qué estudiar, piensan), las guerras estúpidas que defendemos, el mensaje nacionalista más cerril, la cobertura informativa de las proezas de cualquier descerebrado asesino, la actitud de algunos padres o la desidia de las autoridades para castigar a quienes rompen papeleras, por ejemplo. Y este cóctel molotov se incendia al contacto con las más mínimas normas de disciplina, o en cuanto se pide respeto.

Un centro educativo no es más que el reflejo de lo que llega de fuera. No hay violencia escolar, solo violencia. Dejémonos de poner etiquetas. Aquí sobra el adjetivo y faltan fuerzas para enfrentarse al problema.