Vive sola. Tiene trabajo. Se levanta temprano y se repite cada día. Aparenta más edad y menos esperanza de las que debiera. La parieron soltera. Lo dice ella, que no soy yo quien. Viste rancio. Nunca se ha subido al vértigo de unos zapatos de tacón. Se marea. Porque es fea.

Las fantasías le han menguado tanto que no las recuerda. Tiene empleo, nómina, retenciones y la esperanza puesta en una pensión y en unos ahorros. Por las noches hace cálculos como quien hace papiroflexia. Con desgana. A la hipoteca le quedan un par de años. Es tan ordenada que no quisiera morirse antes de terminar de pagarla. No le gustaría dejar deudas a los herederos que no tiene.

No tiene herederos. No tiene amigas, ni perro, ni barra de labios. Una vecina conoce su nombre pero, cuando se cruzan en la escalera, no lo pronuncia. Le gusta cocinar. Pero hace años que no cocina. Se está quedando seca. Y más fea.

Le hubiera gustado tener hijos. Y perro. Y vecinas que le dijeran su nombre al saludarse en la escalera. Pero solo tenía trabajo, hipoteca y zapatos bajos. Y la mirada con que la parieron, pero más seca, más mustia y más consumida que el día del parto.

Un día alguien le susurró un hola a quemarropa de sonrisas. Un tipo de buen porte. Un galán de buen aire. Y el viernes se fueron a Benidorm. Y el mar la confundió. Esa noche no hizo cálculos. Se dejó la calculadora en un cuarto oscuro.

El lunes le pareció radiante. ¿A quién podría enseñar las fotos? En el curro tiene una compañera joven, feliz y parida,… pero no se llevan. Tiene también un jefe viejo, gordo y sucio,… pero solo se hablan de usted y a cierta distancia. Ha descubierto que no tiene a quien contárselo. Piensa y no sabe a quién. Vuelve a mirar las fotos. Benidorm. El mar. Los viejos. Y una paella en compañía. Paella con él. Con arroz, con alcachofas, con pollito… y él. Desde ese día le llama Pollito. Pollito,… ¡ven pollito! Y pollito viene a soplarle al oído amores en lata.

¿Por qué aquel hombre se había fijado en ella? Alguna razón habría, y todas le parecían bellas. Así que rompió la hucha. Se fue al banco y le dio un mordisquito a los ahorros. Por primera vez la palabra ahorros le resultó triste, viejuna y hasta soltera. Se lo había dicho su madre: ahorra, que no se sabe. Se lo había dicho su padre: ahorra, que no se sabe. Se murieron nada más decírselo. Fue hace ya muchos años, en un accidente de tren. A ellos, que no salían del pueblo por no gastar, les descarriló el tren sin previo aviso. De sus padres solo heredó un beso en la frente el día que murieron y una libreta en el Banco Español de Crédito. No tenía hermanos. Ni siquiera perro. Se acostumbró a la orfandad y a ir engordando la libreta del Banesto poco a poco. Así que en el banco se extrañaron de verle la cara pintada, pero más de que vaciara, aunque fuera solo un poquito, esa libreta tan gordita.

Llegó el viernes y se fueron a Mazarrón. Vieron unas ruinas por el camino y él, el galán, la besó. Y las ruinas le temblaron. Lo demás sucedió en Mazarrón. Y ya no pensó nada. Todo se le antojó tan exacto como la cuadratura del círculo. Él le regaló unos zapatos de tacón. Ella una colonia barata. Pasearon. En una joyería cutre vendían anillos cutres. Y él, el galán, le compró uno. Y ella, la fea, dejó de pensar porque un mar de felicidad le ahogaba el pensamiento.

La vecina no se fijó en el anillo cuando el lunes se toparon las dos en el ascensor. En la oficina hizo por que se le viera, pero ni la joven ni el viejo repararon. Quiso contarles algo de lo de Mazarrón, pero no supo ni qué, ni cómo. Volvió a su mesita de trabajo, a su ordenador callado y frío, a su ventanuco a la calle y por él, por el ventanuco, creyó oler a mar. Pronto volvería a ser, por tercera vez en su vida, viernes.

El jueves volvió al banco a por algo de dinero. Esta vez le invitaría ella a cenar en un restaurante señorito. Uno de esos restaurantes con servilleta de tela y flores de papel. Sus padres nunca fueron a uno. Nunca salieron del pueblo, salvo el día que descarriló el tren con ellos dentro. Ella tenía que haber subido a ese tren, pero se quedó en el andén. Fue su único golpe de suerte, al menos, hasta que apareció Pollito, con su uno ochenta, sus palabritas de canela, sus manos grandes y su aire de mucho mundo.

Esta vez invitaría ella. Pero entonces, súbitamente, le descarriló la vida. La luz y la oscuridad se le sucedieron delante de los ojos por un instante. Tembló y estuvo a punto de caer de sus zapatos nuevos de tacón. Pasmó. Saldo cero. Alguien había retirado hasta el último céntimo de se cuenta corriente. Fin.