El ser humano sabe mucho más de lo que ocurre en el cielo que de lo que se mueve bajo sus pies. Es lógico: llevamos toda una eternidad estudiando la bóveda celeste, de donde forzosamente había de llegar el Mesías, la voz de Dios, la lluvia para las cosechas o las terribles plagas de langostas. Por el contrario, de las entrañas de la tierra nada o casi nada sabemos: ¿qué podría haber ahí abajo sino el infierno?

Pero hay algo que sí sabemos: que cuando un volcán se constipa, los cielos estornudan, y por extensión, cuando los cielos estornudan la desaceleración de la crisis se estanca. Qué lío. La lección es esta: hay que estar pendientes de lo que sucede bajo nuestros pies para poder prevenir lo que ocurre en el cielo, porque de esas variantes depende la salud de nuestros bolsillos. Eso al menos han dicho los economistas: que el volcán islandés se ha convertido en un aliado de la crisis económica.

No obstante, algo hemos avanzado. Hace dos mil años se hubieran consumado sacrificios humanos para aplacar las iras de Vulcano (de ahí la palabra volcán ), ese dios del fuego y los metales que escupe llamaradas desde las entrañas cuando le viene en gana. Ahora, gracias a la ciencia podemos ahorrarnos gestos irracionales: sabemos que un volcán es un fenómeno de la naturaleza que se materializa en la erupción de magma, lava y gases, y que deja de escupir fuego, ay, cuando se aburre.

Llegará el día en que la ciencia habrá evolucionado tanto que se podrá predecir qué día va a entrar un volcán en erupción. Pero, mientras tanto, de este último ni siquiera somos capaces de pronunciar correctamente su nombre.