TAthí afuera no hay una guerra, hay un negocio. Por lo tanto, no debieran hablar de alto el fuego sino de cierre por quiebra o por remodelación de infraestructuras. Una guerra es otra cosa. Que yo sepa, se precisan dos bandos, y hasta el día de hoy sólo tenemos constancia de uno solo, el de los muertos. Los otros son francotiradores, auspiciadores del terror, mercachifles que se valen de la muerte para engrosar sus cuentas de resultado. Armados de bombas y de una dialéctica seudorevolucionaria han quebrado algo más que la paz y un puñado de vidas. Han hecho añicos la imagen de su propio país. El País Vasco es gracias a ellos un espejo roto, una balsa de piedra. Y lo que es peor, lo han hecho impunemente. Si yo fuera vasco, sentiría tal resentimiento contra estos tipos que sólo votaría a quien hiciera la promesa de echarlos al mar en pateras. Estos señores encapuchados, en connivencia con los políticos que los consienten, con los señores que han manipulado los libros de textos para sembrar rencor en la cabeza de los jóvenes, con los medios de comunicación de los que cabía esperar mesura y silencio y en vez de ello han hiperbolizado todo cuanto provenía de ETA y de su entorno, todos ellos han abierto una herida tan profunda y dolorosa que el adiós a las armas que anuncian deja en la boca un extraño sabor, como el que dejan las pesadillas. Leí una vez a Alonso Guerrero que cualquier tipo de orden está trazado por la necesidad, no por la ética o la utopía. Puede ser. Supongo que si yo fuera presidente del Gobierno sentiría este anuncio como una victoria, pero también si fuera uno de esos muchos que tienen la mitad de su corazón en un cementerio andaría a estas horas preguntándome, y ahora qué.