TAt simple vista --la que tuvieron la mayoría de los mortales--, Carranza era un hombre bajito, de cejas pobladas, mirada entre triste y asustada, ojos pequeños, grandes lóbulos y un bigote espeso recortado siempre sobre las comisuras de los labios. En la mayor parte de las fotos disponibles aparece con un sombrero estilo Pizarro, típico de las cabalgatas y los criadores de caballos, o vestido con un mono de minero y un casco y sosteniendo entre los dedos una piedra más o menos grande, más o menos refulgente, unas veces limpia y otras oculta tras la trinchera de una película de tierra negra, recién extraída de las minas de Muzo o de Chivor, en cualquier caso una inconfundible esmeralda colombiana. O bien parece un minero o bien parece un campesino venido a más, pero también tiene el aspecto que ha identificado a los integrantes de esa hornada de malhechores que en los últimos 30 años han dado pésima fama al más septentrional de los países andinos, desde los conocidos Pablo Escobar y Gonzalo Rodríguez Gacha --El Mexicano--, hasta los menos célebres Carlos Lehder y Rodríguez Orejuela.

Tal vez no sea fortuito. La tropical biografía del recién fallecido zar de las esmeraldas, un minero humilde nacido en 1935 que hizo fortuna y levantó un nada desdeñable imperio gracias a su inaudito olfato ("Por donde pasa Víctor sale una gema", se decía), que gestionó durante años la mina de esmeraldas más grande del mundo, que se codeaba con obispos y presidentes (las pocas fotos en las que aparece sonriente), incluye también una cifra considerable de episodios oscuros, entre los que siempre sale a relucir la creación de un desenfrenado y temible ejército privado, primero para librar las guerras por el control de las codiciadas minas --las llamadas guerras verdes--, y después, en una deriva que es espejo de la degradación del mundo terrateniente en Colombia durante los años 90, para proteger de las extorsiones de la guerrilla las decenas de miles de hectáreas que había adquirido por todo el país gracias a la fortuna de la minería. Grupos paramilitares, se decía, no siempre en voz baja.

La elocuencia mafiosa de los relatos que le atribuían, por ejemplo, la costumbre de dormir por norma con una ametralladora al alcance de la mano, retratan a un personaje que casi siempre vivió amenazado y en guerra. Se desplazaba con escoltas y en caravanas de varias camionetas blindadas y fue objeto de al menos media docena de atentados de corte imaginativo y cinematográfico, desde intentos de envenenamiento hasta una emboscada en carretera con camionetas y un camión cisterna que embistió a sus guardaespaldas, pero en algún lugar estaba escrito que a Carranza no lo doblegarían sus enemigos sino la enfermedad, y que moriría viejo y en una cama y rodeado de sus seres queridos. Era un personaje de la vida nacional en un país donde han sido personajes los guerrilleros, los narcos y hasta los paramilitares, y su fallecimiento ocupó las portadas de los diarios, las revistas y los noticieros de televisión.

Amigo de los jueces

Carranza era el tipo de persona que todo el mundo sabía que estaba metido en asuntos turbios, y que por alguna razón --un agujero negro que el imaginario colectivo llenaba como podía, con leyendas e historias fantásticas--, se las arregló toda la vida para eludir la acción de la justicia. Cierto, en Colombia esto no quiere decir mucho, pero el agujero era tan grande que en el número que publicó después de su muerte la revista Semana , uno de los principales temas era ese. "Si en alguna parte Carranza tenía poder era en la justicia, pues durante toda su vida se dedicó a apoyar la carrera de muchos abogados que terminaban llegando a las altas cortes y a los tribunales", declaró al semanario un allegado de la familia.

Semana recordaba que el zar de las esmeraldas en realidad sí había sido detenido, aunque una sola vez, en 1998, acusado de conformar grupos paramilitares, y que al cabo de cuatro años había sido absuelto a pesar de pruebas en su contra como el hallazgo de cadáveres y de una escuela de formación de mercenarios en sus fincas. Cuatro años de reclusión, y ni siquiera en una cárcel, parecen poca cosa tratándose de Carranza. Así que le recordarán como un delincuente escurridizo, y otros, inevitablemente, como el zar, a secas, el hombre que una vez posó para una revista de la clase alta colombiana, ufano, con las dos joyas de su corona, que sacó para la ocasión de la caja de seguridad de un banco de Bogotá: Fura , la esmeralda más grande del mundo, y Tena , la más valiosa.