Aquiles. Hijo de Peleo y rey de los mirmidones, que veneran mis locuras y se aferran a mi escudo para no perderme. El único inmortal, dicen, de los aqueos, condenado a sufrir media ración de Dios cuando, en realidad, sufro todo aquello que me es conocido por ser hombre".

Si hay un parlamento que puede resumir el sentido de una obra es este. Si hay una frase, sería la que Terencio le hizo decir a Cremes: nada humano me es ajeno. Llegamos, como Homero, a mitad de la función. Ahí aparece Aquiles, con Diomedes (el pretendiente de Helena, el más bravo de sus hombres, el que dio 80 barcos para asediar Troya, el mejor amigo de Odiseo o Ulises). Diomedes anda soliviantando al resto, borracho de ambrosía y de hartazgo, porque nueve años de asedio son muchos años. Ahí llega él, el semidiós, entre las voces esperanzadas de su ejército. Qué sentirá alguien cuando ve que el destino de muchos pueblos depende solo de él, por mucho que fuera hijo de la ninfa Tetis y que lo hubieran metido en la laguna Estigia por el talón y que lo hubieran transformado en invencible o que lo hubiera criado Quirón, el más sabio de los centauros para darle la inteligencia y la estrategia. Qué más da todo eso. "Yo no nací para causar desgracias que envuelven en las sombras los anhelos de tantas madres y padres que nada hicieron contra mí, ni para cercenar el cuerpo de los más jóvenes, ni para anegar con lágrimas amargas los lechos tibios de las doncellas. ¡¿Qué hago aquí?!".

Esa lucha es la que le interesaba, como actor, a Toni Cantó. A Miguel Hermoso, que lo llena todo con la verdad de Agamenón --un Agamenón que, gracias a los dioses, no es una caricatura-- (recuerdo a los lectores que vemos dos o tres escenas de la obra y sobre eso escribimos este texto, que no es una crítica porque no puede serlo ni se me ocurriría), le interesaba, de este Aquiles, el hombre y como espectador, el tema de la violencia: lo difícil que es amar rodeado de violencia, pero ese intento desesperado por amar. Y el tema de la amistad, del compañerismo, de la profunda camaradería íntima entre hombres, como la concebían los griegos. Y la guerra, también, tan a las puertas de casa.

Canta, oh, diosa, la cólera del Pelida Aquiles. Este comienzo, que es como "Llamadme Ismael", "Nació con el don de la risa y la certeza de que el mundo estaba loco" o "Era el peor de los tiempos, era el mejor de los tiempos"; es decir, uno de los mejores de la historia de la literatura, nos adentra en la historia de una guerra que nació con las bodas de Tetis y Peleo, la manzana de la Discordia, el juicio de Paris y, sobre todo, el rapto de Helena ("¿esta fue la cara que fletó mil barcos y quemó las desmochadas torres de Ilión?", le escribió Christopher Marlowe). Aquí comenzó Homero, nueve años más tarde, la historia del asedio de Troya. Por la mitad. Contó lo que ocurrió en menos de dos meses. Cómo Aquiles, que no sabe qué hace ahí, es un guerrero sobre y frente a todos y cómo se reconcilia con Agamenón, llorando los dos al fin. Gocemos del amor con ansia, dice Homero. Y eso intenta el semidiós: seguir amando a pesar de la muerte de Patroclo, a pesar de la sangre y de la mierda.

Cuando Aquiles grita, el ejército se turba, contó Tennyson. "Estoy aquí porque, como todos los hijos de Grecia, he sido construido para hacer honor a la herencia de los míos, para cumplir con los pactos de las ciudades y estados que la pueblan, para abrazar al socio que necesita nuestra ayuda, para seguir siendo guerrero por encima de deseos y ambiciones". Eso le hace decir Roberto Rivera a Aquiles. Su texto tiene cierto regusto clásico, cierto ritmo culto y exige atención. Menos mal: el teatro es muchas cosas, señores, pero también es palabra, palabra, palabra. Se reconoce a la Ilíada : dame a Briseida, tu esclava, a cambio de Criseida, la mía, para que acabe la peste que está matando al ejército; el amor por Patroclo, el honor antes que la venganza, el reconocimiento de que hay hombres que merecen poder honrar el cadáver de su hijo aunque su hijo haya matado al amor de tu vida (ya lo dijo Charles Nodier: aquellos que no creen que la amistad es una pasión, es que no la conocen) y todos los cambios que puede sufrir por dentro el hombre cuya tumba fue a honrar Alejandro Magno porque se le parecía. También está Ayax, el que merecía la armadura de Aquiles y el que se volvió loco cuando Agamenón se la dio a Odiseo. Y la religión como legitimadora de las guerras. Todo ese germen mitológico se cuenta en esta obra.

Nuestra tradición cultural nace, entre otros pocos libros, de La Ilíada . De hecho, muchos de esos otros libros bebieron de ella. Lo hicieron los textos de Dante, Cervantes, Shakespeare, Kavafis, Borges. La ira, la sed de gloria, las ganas de volver a casa aunque no sepas si vas a reconocer tu casa y que las ciudades se llevan dentro, el respeto, el honor, la vanidad, el destino y la cólera. Todo está aquí. Y miren: de vez en cuando, en ese teatro romano, se agradece que alguien vuelva a contarte, otra vez, la historia del primer poema del mundo.