El Anciano solo está y espera. Se puede esperar de muchas formas: la contemplación también es activa, a veces: lo demás es desidia. La luz del día no es buena compañera para vuestro amor y está amaneciendo, les dice a Prometeo y a Ío. «No pienso separarme de ella», le dice Prometeo. «Me sentaré a esperar con vosotros: a ver quién llega antes, Zeus o Hera. Ío, ya ha pasado tu noche de amor: es peligroso que te vean aquí».

Prometeo es una historia de sacrificio. Zeus se encapricha con Ío, una enamorada y una elegida de los dioses. Zeus se quería acostar con todas, la verdad, le estaba permitido y, cuando no le querían, las castigaba. Lo hacían todos: pensemos en la historia de Poseidón y Medusa: si no quieres, querrás, porque te violaré y te transformaré en monstruo. La mujer siempre como campo de batalla, despojada de identidad, de ciudadanía, de discurso.

Y, en medio de todo eso, la huida de tu hogar. «Una casa -nos dice El Anciano- es una puerta que puede cerrarse o abrirse. Una mesa, unas sábanas, una cuna, fuego para calentarse... una copa, algunos recuerdos... una sombra en cada rincón. Una casa será el lugar en el que por fin descanse tu desnudo». Pero Ío no se quiere marchar.

Y Prometeo no quiere que se vaya.

En el escenario del teatro romano (solo hemos visto unas escenas de la mitad de la obra cuando escribimos esto), La libertad guiando al pueblo, de Delacroix, el Cristo de Velázquez, la Venus de Botticelli y otras de las obras de arte más reconocibles de nuestra historia. Porque, entre esta amalgama de gentes que componemos lo que denonimamos «la raza humana» o «la especie humana», hubo un Miguel Ángel, hubo un Leonardo, hubo un Dalí, un Qi Baishi, una Sofonisba Anguissola, una Carmen Peeters, una Artemisa Gentileschi o una Georgia O’Keeffe pintando flores como sexos femeninos. Pero también hay un Hitler, un Pinochet, un Videla, cien grandes empresas cargándose el único planeta en el que vivimos y gente normal y corriente que se muda a un piso y deja a su compañero en el zoosanitario, con el mismo pudor con el que lleva un tostador viejo al punto limpio: con ninguno. «En algún lugar bajo la lluvia -escribió Jean Anouilh- siempre habrá un perro abandonado que me impedirá ser feliz».

¿Merecíamos el fuego?

Hay un águila, también, y unas cadenas. Prometeo es, entre otras muchas cosas, la historia de un sacrificio. Prometeo es un titán: Zeus nació de una, de Rea. Su padre era otro titán, Crono. Urano y Gea engendraron a Jápeto, el padre de Prometeo. Su madre era Asia, madre de Aquiles también. La mitología griega es fascinante. Para Esquilo, Prometeo era hijo de Gea o de Temis, de las dos. Lo que sí sabemos es que fue amigo de los hombres y que les entregó el fuego y que era astuto, más que ninguno de ellos, porque no tenía miedo de los dioses, porque se divertía engañándoles y porque sabía que habría un castigo, pero no le importó. Llámenlo sacrificio, llámenlo altruismo.

Le llevaron a un monte. Zeus envió a un águila (hija de Tifón y Equidna, porque las águilas también tienen padres) para que se comiera el hígado de Prometeo todos los días. Todos los días, porque Prometeo era inmortal. Le liberó Heracles, Hércules, con una flecha, cuando iba camino del Jardín de las Hespérides. Le han escrito Esquilo (su Prometeo encadenado), Calderón de la Barca (La estatua de Prometeo), Mary Shelley (Frankenstein o el moderno Prometeo), Goethe, Byron, Pérez de Ayala.

Aquí es Luis García Montero, que ha dejado espacio a la esperanza y al amor. El texto nos atrapó, decían los protagonistas. José Carlos Plaza les dirige: se deshacen en elogios porque pone a los actores por encima: el verbo, al fin, ha de hacerse carne. El Anciano es Lluís Homar (siempre merece la pena ver a Lluís Homar encima de un escenario. Prometeo, de joven, es Fran Perea. Ío es Amaia Salamanca.

A Ío también la torturan. No es Zeus: es Hera, la legítima esposa del dios del rayo, carcomida por los celos, que la transforma en ternera y le ata el tábano a los cuernos para obligarla a huir sin cesar.

Este es el mito. La obra es otra cosa, aunque también estén Hermes, Hefesto, Océano, Fuerza y Violencia. La obra es otra cosa porque podemos mantener la base, pero cada dramaturgo tiene algo que decirles a las gentes que viven en su tiempo: a los hombres y a las mujeres (más a los hombres: en las obras grecolatinas, los protagonistas siempre son ellos. Ellas son, más bien, vengadoras o locas que matan a sus hijos por despecho. Sí, podríamos añadir muchos matices a todo esto, pero no hay espacio suficiente como para dejar de ser simples cuando hablamos de una tradición literaria inserta en una sociedad en la que la mujer no ocupaba papel público alguno).

En Prometeo hay un secreto, también. Y hay preguntas, porque el teatro plantea preguntas. Quiénes son los dioses, por qué los creamos o nos crearon, si puede o no salvarnos el amor, si mereció la pena sacrificarse tanto, si esta historia que estamos construyendo entre todos es una historia de la que podamos estar orgullosos algún día.