Arrancó el festival grecolatino con la ópera Sansón y Dalila que, como primer fallo, nada tiene que ver con el mundo teatral grecolatino. Ópera, coproducida con el Teatro de la Maestranza de Sevilla, cuya propuesta pondera -según vemos en las declaraciones de los organizadores en los medios- una versión del conocido director/escenógrafo Paco Azorín que ha apostado por incluir a 300 figurantes con discapacidad, participantes en el montaje junto a 150 músicos, actores y cantantes que conforman el espectáculo. Ópera con propósitos que se aprecian como generosos y enternecedores, pero que no convencen del todo estéticamente, y tampoco en su pretendida singularidad según la opinión machacona y avispada del director del Festival Jesús Cimarro tratando de magnificar la producción, que la vende -más que por los resultados de una supuesta calidad- como el espectáculo récords de intérpretes en escena de la historia del festival, y en la opinión que hace gracia por sumar más bombo superficial a tales bondades, de la secretaria general de Cultura en funciones de la Junta, García Cabezas, al destacar que el Festival «ya es un referente de teatro inclusivo y accesible».

Pero no voy a cuestionar ahora si la producción supera a las de los años 60 dirigidas por José Tamayo, que utilizaba cientos de actores (los conocidos pecholatas) en sus representaciones de un mismo espectáculo realizado en el teatro y anfiteatro romanos. Esta inauguración de la 65 edición del festival con la ópera de Sansón y Dalila ideada escénicamente por Azorín (que ya dirigió con éxito hace cinco años la ópera Salomé también inaugurando el festival) creo que ha resultado digna en general, pero con bastantes altibajos -algunos por sus limitaciones- en la calidad del espectáculo.

Sansón y Dalila es una gran ópera en tres actos con música de Camille Saint-Saëns y texto en francés de Ferdinand Lemaire que se estrenó en Alemania en 1877, en una versión en alemán. Desde entonces, se ha representado en casi todo el mundo con diferentes versiones y con cantantes de ópera muy conocidos, como María Callas o Plácido Domingo (por ejemplo). Azorín nos presenta una versión moderna de esta tragedia de amor y venganza basada en el libro de los jueces del Antiguo Testamento, que -con mucho calzador- trata de adentrarnos en los actuales conflictos políticos, religiosos y étnicos entre Israel y Palestina, situando la acción, donde se sobreentiende que se enfrentan los hebreos y filisteos -de 1.150 años antes de C.-, en una plaza pública de Gaza, con el fondo del majestuoso teatro romano emeritense.

La puesta en escena destaca más en la parte lírica que en la teatralidad. El director en esto último apenas sale airoso de su complicado empeño en las escenas de masas -donde han puesto mucho entusiasmo los debutantes aficionados conducidos por Carlos Martos- y en los movimientos de los protagonistas que, en algunos momentos de barullo o inconexión actoral, respectivamente, restan una estética atractiva y eficaz del espectáculo. Mejor están en la primera parte que en la segunda que decae en la famosa bacanal solucionada de manera poco creativa, siendo como es uno de los momentos más espectaculares de la obra, musical y escénicamente. Igualmente le ocurre a la escena final cuando Sansón recobra la fuerza y destruye el templo. La acción con poca imaginación está montada en base a proyecciones estéticamente fáciles.

En la orchestra, la batuta de Álvaro Albiach sí logró un trabajo seguro y nítido con la Orquesta de Extremadura -muy bien predispuesta- que obtuvo un sonido imponente de este drama netamente francés, de resonancias wagnerianas, pero muy próximo también a las coordenadas de Meyerbeer en Le Prophéte o Berlioz en Les troyens. Igualmente, fue todo un lujo el Coro de Cámara de Extremadura por la magnífica actuación de sus voces, desde diferentes espacios del teatro.

En interpretación, María José Montiel se impone por su voz bellamente timbrada de mezzosoprano en el rol de una Dalila, seductora y calculadora -como una Mata-Hari-, subyugando a los espectadores en los pasajes más célebres de la obra, que suenan mágicos en los momentos de La primavera que empieza y en Mi corazón se abre a tu voz de la primera parte. María José domina perfectamente su papel en estas conocidas arias -desde su debut operístico en México con esta obra, hace cinco años- que además lleva como repertorio en muchos conciertos. Destacó también el barítono David Menéndez, interpretando imponentemente al Sumo Sacerdote filisteo, dejando patente su excepcional voz y unas condiciones interpretativas llenas de carácter. Y solventes en el reparto también están el barítono Damián del Castillo y el bajo Simón Orfila.

Sin embargo, Noah Stewart -tenor neoyorquino de color- que interpreta a Sansón no está a la altura de las voces de los anteriores, aunque defiende lo mejor que puede sus arias. Pero lo peor es su inseguridad escénica en muchos movimientos faltos de una estética más depurada, sobre todo en los dúos de amor con Dalila. La imagen encogida que da de su personaje -que parece estar falta de ensayos- está muy lejos de ese Sansón dotado de la fuerza divina.

La función fue emotivamente aplaudida por un público, mayormente familiar, durante 10 minutos.