TAtlejandro Magno, es una tragedia novelada escrita por el francés Jean Racine en 1665, que trata el viaje del legendario rey macedonio y sus tropas hasta los confines de la India, episodio que figura en los 10 tomos escritos por Quinto Curcio Rufo, historiador romano, que vivió en el siglo I.

En este texto teatral (el segundo que escribió) con sus características dramáticas, que son la pureza de la tragedia nacida del ser humano condenado por la fatalidad, el fondo legendario y la sucesión de los diferentes estados de ánimo, pretende darnos una visión más realista y humana de la figura del personaje que no nos transmiten las fuentes. En el argumento el mito se hace carne: tendrá lugar en la batalla del Hidaspes, los amores de Alejandro y Cleófila y las rivalidades entre los reyes Poros y Taxila por el amor de la altanera y ambiciosa princesa Axiana.

Racine, que muestra la pasión como una fuerza fatal que destruye al que la posee, aquí se decanta por un Alejandro que lo vinculará a la justicia en lugar de a la gloria, al tiempo que, en relación con el amor, no solo repele las pulsiones de venganza sino que lo desaloja sin más del puesto de rector de la sociedad en el que parecía haberse instalado. Una nueva teoría política y una nueva estética figurarán entre sus consecuencias.

Sin embargo, el tratamiento que el autor francés da a las escenas con los personajes indios hace pensar que tuvo cierto desconocimiento de la cultura india, porque no refleja bien las fuentes que hoy se poseen de una sociedad de aquel siglo, con leyes del correcto actuar religioso, moral y jurídico de la India, que desde muy antiguo está en los textos sáncritos de los 4 Vedas (2.700 a.C.) y después en las epopeyas Ramayana y Mahabharata (siendo una referencia la Batalla de Kuruksetra, episodio de esta última, historia épica más antigua que la Iliada ).

Esta tragedia de Racine, escrita en versos alejandrinos, hoy día es un tocho infumable e irrepresentable. La versión de Eduardo Galán, que hace una gran poda del texto aliviando la sobrecarga retórica, es bastante fiel al contenido de la tragedia original. Pese a que también innova ordenando e introduciendo algunas escenas y nuevos personajes (como el de Olimpia, la madre de Alejandro, tal vez inspirado en el filme de 2004 sobre el personaje, de Oliver Stone). Logra un atractivo texto reescrito en prosa con precisión y resonancias de lirismo lapidario en muchos parlamentos de sus diálogos y monólogos. Pero sin apenas trascender el contenido de la tragedia a las posibilidades de una "lectura" más actual de lo clásico, a profundizar en una reflexión crítica actualizada.

El espectáculo, producido por Pentación (de Jesús Cimarro), lo dirige Luis Luque, que maneja bien los cánones dramáticos en algunos de sus componentes --escenografía, luces, vestuario y música--, donde prima la calidad dentro de una atmósfera de lo solemne. Pero la representación que es aparentemente espectacular solo se queda a mitad del trayecto. Lo que realmente se ve, en general, es una puesta en escena tibia.

Está ausente de hálito creador y de una mayor ambición, necesitada de una mecánica teatral a lo largo y ancho del espacio escénico que apenas se utiliza (el supuesto río Hidaspes donde se debería celebrar la histórica batalla solo aprovecha las pocas entradas y salidas de Olimpia y el caballo Bucéfalo). La acción mayormente se desarrolla en el centro del teatro delante de unas antiestéticas gradas que confunden y sugieren que, una vez más, el espectáculo esta pensado descaradamente para otros espacios. También se advierten fallos y novatadas, como la menguada batalla --ridícula y con mucho humo-- escenificada en el espacio interior de la Valva Regia, que no permite la visión al público situado en los asientos laterales del teatro.

En la interpretación, no hay un trabajo seductor en la dirección artesana de los actores. Estos se mueven con cierta expresividad en el reducido espacio central pero no logran la resonancia del drama tenso, con acento conmovedor sobre los sentimientos de los diversos personajes. No hay equilibrio tonal en algunas voces, sobre todo en las cadencias y anticadencias que deberían palpitar con grandilocuencia y brillo en las sentencias poéticas e imágenes dramáticas.

Son actores televisivos jóvenes (un poco chillones con micros que les fallan en ocasiones) que no logran trasvasar la organicidad, visceralidad y el desgarramiento propios de la tragedia. Se salva Amparo Pamplona (en la espectral Olimpia), proyectando ese estilo elevado de su papel trágico como instigadora del sentimiento de conquista y poder de Alejandro (y que aquí también se le aparece para inspirarle la piedad por los enemigos). Y Aitor Luna (Poros), muy dinámico y con autoridad teatral en su rol del rebelde rey indio. Merecen también mención el grupo de figurantes Los Danzarines Emeritenses, perfectamente acoplados --como actores y músicos-- en sus varias acciones.