Marco Tulio Cicerón, jurista, político, escritor y filósofo, discípulo del epicúreo Fedro, del estoico Diodoto y del mejor orador de su tiempo: Molón de Rodas. Cuando decidió meterse en política, tardó solo trece años en llegar a lo más alto. Aceptó defender a los sicilianos oprimidos por el antiguo magistrado Verres. Le condenaron: sus alegatos se conocen como Verrinaes y eso le hizo muy popular entre la plebe. Era sabio y cambiaba de opinión. También, a veces, de convicciones.

Escribió sobre todos los temas. Reflexionó sobre la amistad, por ejemplo, en uno de sus tratados más famosos, ‘De amicitia’ (en realidad se llama ‘Laelius, sive De amicitia’; es decir, ‘Lelio, o sobre la amistad’). La consideraba el bien más preciado tras la sabiduría. Los romanos consideraban la amistad siempre dentro de un contexto político: lo que hoy definiríamos como clientelismo. Él quiere esablecer los fundamentos éticos: puede haber aprovechamiento, puede haber utilidad en la amistad, pero después de que ésta surja: no antes.

Fue el mayor y más influyente de los abogados y revolucionó el idioma: no solo tradujo numerosos términos del griego, sino que dotó al latín de cierta abstracción en los conceptos. Era un firme defensor del republicanismo y estaba en contra de la tiranía, aunque esa tiranía la quisiera ejercer su amigo Julio César.

Seguimos con todos estos debates abiertos.

—No puede haber ningún poder por encima de las leyes.

—¿Y si las leyes son injustas?

—Se cambian democráticamente.

—El espíritu democrático tiene que estar siempre por encima de las leyes. Eso es una idea un tanto peligrosa.

—El pueblo es el que tiene que decidir.

—En las urnas.

—O desobedeciendo legítimamente. A veces estamos obligados a no acatar la ley para llamar así la atención acerca de su injusticia.

—¡La ley de la jungla!

—No, si lo decide la gente.

—¡¿Qué gente?!

—La mayoría, el pueblo...

—¿Y si el pueblo promulga leyes que son injustas para una minoría, qué pasa?

—La minoría se tiene que adaptar.

—¿A la injusticia?

Ese debate, al que le pone las palabras Ernesto Caballero, está vigente hoy más que nunca. Durante la pasada manifestación del Orgullo LGBTI, todos decíamos: «Hay que salir a la calle, con la que está cayendo». No nos referíamos al calor. Nos referíamos a la ultraderecha fascista que quiere acabar con los derechos de las minorías y que pone debates encima de la mesa que competen también a esa mayoría que somos las mujeres.

«En la amistad no debería haber nada fingido, nada simulado. Todo debería ser verdadero y claro», dice José María Pou, Cicerón. Por eso nos manifestamos: por los amigos. Por eso, si todo es claro, el amigo que quiere ser emperador sabe que uno está en contra de la tiranía y que se va a plantear si es mejor apoyar a un mediocre que no tiene altura de estado pero que no va a ser un dictador o al más inteligente y más capacitado como jefe supremo de un régimen que va a ser muy nocivo para el pueblo. «Concilia y conserva las amistades. Pues en ella está el perfecto acuerdo de las cosas», escribía Marco Tulio. Cómo no acordarse de Shakespeare, a los amigos que tengas bien probados, sujétalos a tu alma con cercos de acero.

En el escenario, tres que se harán amigos. Dos chavales que realizan su trabajo de fin de carrera sobre Cicerón y que están en una biblioteca. Un señor que es Cicerón. Un poco de psicología conductista por aquí (Tirón tiene razón, sépanlo: no es una creencia, aunque todo pueda parecer creencia), un debate sobre qué es la democracia por allá, la pregunta eterna de si es posible, o no, algún cambio sin violencia.

«Los dioses me concedieron el don de la oratoria. Es un arma peligrosa». En teatro, para decir que en la obra se habla mucho, se utiliza la expresión ‘teatro de texto’, como en el cine se dice ‘estudio de personajes’. Son los que más disfruto porque la palabra, al fin, es lo más importante de mi vida. Las que me dicen, las que me digo, las que me dicen otros... y las que nos dicen otros que escribieron guiones, dramas, tragedias, comedias (mejor tragedias, gracias), ensayos y novelas antes que nosotros.

Estas palabras las ha escrito Ernesto Caballero. Las dicen José María Pou, Bernat Quintana y Miranda Gas. Pou me contaba que, además del diálogo entre el pasado y el presente que propone esta obra, también hay un diálogo actoral: dos generaciones distintas: alguien que lleva más de medio siglo subido a un escenario sin un solo día en paro y dos personas que están empezando (a Quintana ya lo vimos en el ‘Calígula’ de Mario Gas hace unos años con ese Pablo Derqui incomensurable —un Coriolano para este señor, repito—). Dos modos de actuar, también.

Hay una biblioteca para esas palabras y dos estudiantes buscándolas e intentando hallar quién es el hombre que nos cuentan las historias. Sebastià Brosa ha construido un escenario precioso, con las estanterías de madera: una biblioteca como un foro político de diálogo para hablar de la justicia, de los gobernantes, de la rectitud, de la honestidad, de la duda. Qué maravilla, la palabra.