Subyugado Carlos Dávila (El tercer grado , La 2), el miércoles, ante la cantidad de cargos que acumulaba su interlocutor, preguntó con admiración: "¿Y cómo debo llamarle? ¿alcalde? ¿Presidente de la Comunidad? ¿Aspirante a sucesor de Aznar?". Y Ruiz-Gallardón contestó: "Llámeme Alberto", y un hermoso clima de ternura y amistad se conformó entonces entre ellos dos. Este programa de Dávila es una cosa portentosa. En lo que al PP se refiere, no da puntada sin hilo este admirado compañero. Siempre está dispuesto a echar una mano cuando lo exija la ocasión. Ahora mismo Gallardón necesitaba una fricción, un masaje, una inyección de vitaminas, ante la andanada que le ha lanzado Jesús Caldera (PSOE), diciéndole que el hecho de haber destituido a Bastarreche no es más que un cortafuego para evitar que las llamas del tinglado inmobiliario lleguen hasta él. Y Dávila, ante esta afrenta, se ha prestado a darle en la tele un baño de optimismo y autoestima a Alberto, que siempre reconforta. Por ejemplo, en un momento dado, y con una alegría y una excitación que le salía a borbotones, le advirtió: "¿Qué ha pasado en este país, que en marzo tenían ustedes perdidas las elecciones, según los sondeos, y ahora en julio sucede todo lo contrario?". Es una observación muy bien llevada, sí señor. Aunque sólo sean sondeos, transmite un optimismo la mar de reparador. Pero, sin duda, alguna el mejor lance de la noche fue cuando Dávila le preguntó: "Vamos a ver, ¿el sucesor ha de ser heredero o rompedor?". Inquietante disyuntiva para las nuevas generaciones del PP: después de Aznar, o aznarismo dócil, o un Atila que quizá hasta rompa con Ana Botella. En esas estábamos cuando Gallardón contestó: "El sucesor tiene que ser lo que fue Aznar cuando llegó. ¿Fue heredero de Fraga o rompió? Pues ni lo uno ni lo otro". Pues eso es lo tremendo: que ni lo uno ni lo otro.