Jorge --un nombre ficticio-- acaba de firmar su último contrato. No lo ha podido rechazar, estaba en paro. Acababa de ser despedido tras disfrutar de un empleo de siete días durante las fechas navideñas. En su nuevo destino todo son promesas. Se empieza por poco y puedes tener proyección. Es el discurso que suele escuchar repetido a la parte contratante. Por su nuevo trabajo cobrará 600 euros brutos al mes. A este joven treintañero aún le queda el consuelo de que no tiene una familia que alimentar. "Al menos puedo seguir viviendo en casa de mis padres".

Después de acabar sus estudio decidió probar suerte en el mercado laboral. Entonces no había prisas, ni se miraba la cifra de la nómina. "Sólo piensas en formarte". Probó en el campo, pasó por talleres mecánicos, por la bolsa en Sanidad..."pero después de 10 años nunca cobré más de 800 euros al mes".

Para Jorge el problema empieza cuando decide dar un cambio en su vida. Ha decidido que es el momento de abandonar la habitación en casa de sus padres, la misma en la que pasó noches despierto pensado cómo ahorrar con una nómina a la que, en muchas ocasiones, tienes que deducir una parte para pagarte los desplazamientos o el alquiler de un piso compartido. "Al final, tu vida se acaba adecuando a un contrato en precario".

Al final, lo justo para malvivir. Sin embargo, a pesar de sus escasos ingresos, Jorge hizo su última declaración de la renta. "Siempre confías en que te devuelvan algo. No me ayudará a casarme, pero peor sería que tuviera que pagar, que también pasa si tienes la mala suerte de que en un año trabaje para dos o más empresas". Hacienda somos todos.