Cuando Lucía y Roberto recibieron la llamada que les informaba de que había dos niños para ellos, estaban de viaje en Bilbao. Ella se emocionó y se echó a llorar y él salió corriendo. «En ese momento se me vino el mundo encima y no pude hacer otra cosa que correr. Estaba muerto de miedo», reconoce. Fue hace 3 años y para entonces ya habían pasado casi 5 desde que habían iniciado los trámites de adopción. Estaba a punto de caducar su certificado de idoneidad (faltaba una semana) y eso suponía volver a reiniciar todo el proceso. La sensación en la pareja era que ya iban a tirar la toalla, que empezaba a pasar el momento. «Cuando iniciamos los trámites yo tenía 37 años», apunta él. Así que cuando descolgó el teléfono ya estaba en 42 y plantearse una paternidad más allá de esa edad no se le antojaba buena idea. Pero ese sí era el momento que habían estado esperando para convertirse en padres de una pareja de hermanos: un niño de 7 años y una niña de 4.

Así que regresaron a Cáceres y comenzó la revolución de sus vidas. Durante unos días estuvieron viéndolos durante unas horas en el centro de menores en el que residían y en menos de una semana iniciaron la convivencia. «Fue muy dura al principio. Porque ellos son unos extraños para ti y tú eres un extraño para ellos, y tienes que aprender a construir una familia y a gestionar la ‘mochila’ que traían los niños, tus hijos, por las circunstancias que han vivido», cuenta Lucía, que reconoce que ha echado en falta en este camino más recursos institucionales, tanto para los niños como para ellos, para conseguir que todas las piezas fueran encajando con naturalidad. «Pasas días muy malos, llorando, con dudas, con miedos... Y no sabes a quién acudir o cómo ayudarles a sanar sus heridas», reconoce la madre

Pero poco a poco («con mucha paciencia», dicen ambos) fueron creando los lazos y surgió la familia. Y hace tres meses que los nombres de sus hijos ya figuran en el libro de familia, lo que significa que ya se han convertido legalmente en los padres de los dos pequeños (no se revelan sus nombres y los de Lucía y Roberto son ficticios para preservar la intimidad de los dos niños).

«Pero son mis hijos desde mucho antes. No al principio (reconoce Roberto) De hecho me sonaba raro que me llamaran ‘papá’ desde el primer día y les insistía en que no era necesario que no lo hicieran si no querían. Pero luego me di cuenta de que ellos lo sentían así. Y yo no sé en qué momento fue, pero de repente, muy pronto, me di cuenta de que ya eran mis hijos», explica él. «Y ahora, después de 3 años, parece que han estado toda la vida allí», apunta la madre.