Galicia padeció en el 2017 una de sus sequías más persistentes que forzaron cambios políticos para garantizar el abastecimiento a la población. El nivel de las aguas descendió como nunca y afloraron aldeas, castros y otras ruinas anegadas hace 50 años que de inmediato se llenaron de visitantes. No fue la obra de ninguna operación turística para focalizar la Galicia vacía, sino los efectos de una prolongada sequía que sumió a la comunidad en una alerta que duró 15 meses. Los embalses, tanto de abastecimiento como de aprovechamiento eléctrico, cayeron a una ocupación mínima, lo que permitió dejar al descubierto y pisar sobre tierra seca Castro Candaz en Chantada (Lugo), en el pantano de Belesar, y la aldea de O Marquesado, en Agolada (Pontevedra), en la presa de Portodemouros. Quizá la causa remota fue el cambio climático, si bien esta hipótesis no es de fácil demostración con criterios científicos. La sequía ocurrida entre enero del 2017 y abril del 2018 fue tomada como una seria advertencia por parte de los expertos y de las administraciones de lo que en el futuro sucederá en Galicia con más asiduidad.

Bancales, cimientos castreños, casas, muros, calzadas y hasta nichos mortuorios que quedaron destapados, así como el riesgo real de desabastecimiento de la ciudad de Vigo, se convirtieron en una poderosa llamada a atención que actuó como un detonante para la modificación de algunas políticas institucionales.

Los 10.000 ríos que recorren Galicia seguirán siendo los mismos, pero sus caudales, no. Las proyecciones indican que la comunidad no será igual en un par de décadas. Las precipitaciones bajarán a la mitad en 30 años, su distribución anual se alterará con sequías más prolongadas y precipitaciones concentradas en periodos de tiempo cortos, y las temperaturas, a final de siglo, aumentarán entre tres y cuatro grados.

En el 2017 sucedió otro fenómeno que, aunque tampoco se puede achacar directamente al calentamiento global, se tomó como ejemplo de la tipología que caracterizará a los incendios futuros en Galicia. En un fin de semana ardieron más de 49.000 hectáreas, una cifra exagerada para solo dos días. Se sumaron otras singularidades: fuegos de más de 500 hectáreas quemadas por foco, llamas de 20 metros de altura y una velocidad de avance de 10 kilómetros por hora.

El mar tampoco se escapa. Cada vez llegan ejemplares más raros de peces. En el 2018 fueron de 16 habituales de aguas más cálidas. Una de sus consecuencias afectaría a la cría del mejillón, un bastión económico del sector pesquero.