Apenas pueden articular palabra pero no hace falta. Su silencio, sus heridas, sus rostros desencajados, y su llanto atestiguan el sufrimiento padecido durante 48 horas de secuestro y durante el dramático desenlace. Y de entre las víctimas de esta barbarie, ellos son los más afortunados, porque algún día podrán contarlo.

Las escenas de niños corriendo semidesnudos y la visión de sus cuerpos cubiertos de sangre y polvo, en medio de disparos de armas automáticas y explosiones configuraban ayer un panorama dantesco en una ciudad en la que sus habitantes se paseaban armados.

Entre los rehenes, muy pocos eran los que hablaban sobre su traumática experiencia. Un niño de 13 años contaba que se encontraba con su hermano y su madre detrás de unas cajas cuando se oyó una explosión y se desató el horror. "La gente empezó a correr y nos disparaban desde el tejado", afirma.

Las escenas más dramáticas tenían lugar en los alrededores de la morgue improvisada en los alrededores del hospital, donde yacían en sencillas camillas en el suelo al menos 23 cuerpos, 17 de ellos niños. Allí, una mujer se derrumbó de dolor junto al cuerpo de un joven. Lo acariciaba con ademán desgarrado sin dejar de llorar.

Beslán estaba anoche en estado de shock. Todo el mundo buscaba a los suyos, entre los vivos y entre los muertos. "¿Habéis encontrado a los vuestros? ¡Laura, Laura! La he encontrado. Está en el hospital número 6", grita una mujer entre la multitud.

Cerca de allí, otra mujer se mueve compulsivamente en un banco mientras grita: "Mi bebé, mi bebé, estás muerto y yo ahora estoy sola". Y hay otros que siguen buscando. "Mi amigo es profesor de la escuela y no sabemos nada de él desde el asalto. Vamos de hospital en hospital buscándolo", cuenta un hombre.

"Hay que volver, mi hijo todavía está allí", gritaba una mujer al ser evacuada en camilla. Un soldado llevaba a un pequeño con una pierna arrancada, mientras niños semidesnudos huían aterrorizados.

Los niños avanzaban penosamente, sostenidos por adultos, y se precipitaban a las botellas de agua, después de horas de terror en el gimnasio, muy excitados y privados de líquidos y de alimentos. Un pequeño confesó que había bebido su propia orina. Esos niños, en ropa interior, ensangrentados, eran incapaces de contar lo que había pasado dentro del colegio.

Algunas chicas andaban como sonámbulas todavía con cintas decorativas en el pelo, ahora embrutecidas. Las lucían para el primer día de colegio, un recuerdo de pesadilla.