David se enteró hace 13 años de que tiene VIH y ha desarrollado Sida. Fue después de que un día se desplomara en el suelo mientras atendía su puesto de venta ambulante con el que se paseaba por mercadillos y ferias. Una ambulancia lo trasladó al hospital y allí las pruebas concluyeron que era seropositivo y que el desvanecimiento se había producido por el avance descontrolado de la infección en su organismo.

Ese diagnóstico enlazó con otros de meningitis, hepatitis o neumonía, que se cebaban con un sistema inmune arrasado en ese momento por el VIH. Y con el miedo. Porque en ningún momento David se planteó que se había contagiado de VIH (siglas con las que se conoce el síndrome de inmunodefinciencia adquirida), un retrovirus que ataca al sistema inmunitario de la persona infectada y destruye los linfocitos CD4, los que fabrican los anticuerpos que combaten las agresiones de virus, bacterias y hongos. Y menos aún se le había pasado por la cabeza que la infección había llegado a la fase más avanzada, el Sida (síndrome de inmunodeficiencia adquirida) cuando el sistema inmune está muy mermado y comienzan a proliferar otras enfermedades. Y sintió mucho miedo.

Aún hoy no sabe cómo se infectó ni si fue él o su exmujer (que también dio positivo) quien contrajo primero la enfermedad y la transmitió al otro, pero su caso encaja con las estadísticas que evidencian que en la mayoría de los casos el virus se transmite a través de personas que desconocen que tienen la enfermedad (no se contagia como un catarro, se transmite, porque es necesario que exista contacto de fluidos para que el virus pase de un organismo a otro). En todo caso, hace tiempo que dejó de darle vueltas a cómo pasó. Tras el bajón inicial, el tratamiento empezó a hacer efecto, cogió fuerzas y el miedo se diluyó.

«Cuando me dijeron que tenía VIH quise suicidarme porque pensaba que me iba a morir», explica David con serenidad. Lo intentó en el mismo centro hospitalario en el que estaba ingresado y tuvieron que tomar medidas para retenerle durante el mes y medio que permaneció ingresado. «Recuerdo que estaba violento», reconoce.

«Casi no lo pienso...»

Y frente a toda esa agitación: «Ahora no noto nada. Como bien, duermo bien, he engordado y me encuentro bien. Casi no pienso en que tengo Sida», dice. David no es su nombre real para preservar su identidad del estigma, que continúa existiendo y en el que incide el hastag elegido este año para la conmemoración, hoy 1 de diciembre, del Día Mundial de la lucha contra el Sida: #estigmacero.

Hay muchas cosas que han cambiado en los más de 30 años que han pasado desde que de puso nombre a un enfermedad con una elevada mortalidad y que entonces parecía afectar especialmente a homosexuales y toxicómanos. El estigma persiste, por eso muchos enfermos lo ocultan y se ocultan. «En ciudades grandes no pasa tanto, pero esto es pequeño y hay temor a verse señalados», reconocen en el Comité Antisida de Extremadura (CAEX).

Y lo cierto es que el tratamiento de la infección por VIH y del Sida ha avanzado a gran velocidad; con el hallazgo de fármacos efectivos que permiten detener su avance y el riesgo de transmisión: con una pastilla al día se reducen los efectos del virus hasta un punto en el que prácticamente se anula y tampoco se puede transmitir en la mayoría de los casos.

Sin embargo la revolución social no ha llevado la misma trayectoria y ahora la percepción del VIH y el Sida oscila entre el miedo que sigue despertando en las generaciones más maduras (las que vivieron el brote de la infección y sus efectos mortales en esos primeros años) y las generaciones más jóvenes, que conocen la infección por VIH como se vive ahora: una enfermedad crónica que, permite a los enfermos disfrutar de calidad de vida.

David, es un ejemplo de eso, aunque el diagnóstico inicial fuera demoledor. Porque cuando llegó tenía 50 años y por tanto había vivido esos primeros años del VIH. Conocía los efectos y al escuchar la palabra ‘Sida’, la asoció a la referencia que tenía de la enfermedad: la muerte. También estaban en esa franja de edad en su entorno más próximo de familiares y amigos, que empezaron a evitar el contacto con él. Incluso cuando sus niveles de VIH ya eran indetectables con la medicación y no lo podía transmitir. «Si compartíamos un cigarro, a partir de ese momento no querían hacerlo», recuerda.

Al final, como no tenía familia en Extremadura y el puñado de amigos se fue alejando, acabó solo. Hasta que recaló en una de las viviendas tuteladas que tiene el Comité Antisida de Extremadura (CAEX) en Cáceres, donde convive con otras personas en situación vulnerable que también tienen VIH.

Rechazo

«El miedo es la reacción normal cuando llega una enfermedad que causa muerte. Y las personas que vivieron esos primeros años del Sida, en los que lo que había era miedo y muerte, mantienen esa percepción», reconoce Santiago Pérez, presidente del CAEX. De ahí el rechazo que manifiestan hacia las personas con VIH. Y ahí radica también el miedo de las personas infectadas a la marginación, a perder su vida social y laboral.

Frente a esa actitud, está la de la gente más joven. Y empieza a preocupar. Porque han crecido con la enfermedad bajo control en los países desarrollados y rodeados de unos mensajes más positivos que buscaban destacar los avances en el tratamiento. Y la consecuencia de todo eso es que se está bajando la guardia.

«Hay muchos jóvenes en los que no hay ninguna percepción de riesgo. Parece que la infección no es un problema, puesto que hay un tratamiento que no cura pero palía las consecuencias del VIH hasta el punto de que no se transmite. Se quedan con la idea de que el riesgo es bajo» subraya Pérez. El riesgo de contraer VIH es bajo si el enfermo está bien tratado, pero el riesgo existe, por ejemplo, por vía sexual (el más habitual).

La preocupación ahora no es que los jóvenes le hayan perdido «el miedo» a la enfermedad. «Es que le han perdido el respeto», dice Pérez. También en algunos colectivos considerados ‘de riesgo’, como los hombres que mantienen relaciones homosexuales.

En las dos percepciones antagónicas que conviven actúan como caldo de cultivo la falta de información, los tabús y los mitos en torno al VIH. «Debería existir una asignatura de educación para la salud en la que se pueda abordar esta y otras enfermedades, de forma adecuada y adaptando los mensajes a las edades», subraya Pérez. Apunta a que de esa forma se podría actuar sobre la principal vía de contagio y la principal causa: practicar sexo sin protección. Porque los datos indican que el perfil más común de los nuevos contagios es el de un hombre menor de 30 años, que ha contraído el VIH por vía sexual por no utilizar preservativo.

19 casos

Se estima que cada año se detectan de media 43 casos en la región, aunque el registro del 2018 arroja un volumen excepcionalmente bajo, 19. «Nos sorprende, pero habrá que esperar para ver si es algo excepcional o si hay un cambio de tendencia», dice Santiago Pérez. Porque esa cifra supone menos de la mitad de los casos nuevos del 2017 (42) y rompe la tendencia al alza de los últimos cinco años. En 2014 y 2015 se detectaron 36 casos, hubo 37 en 2016 y 42 en 2017.

Lo que no ha variado son el volumen de pruebas de diagnóstico. En el 2018 se practicaron 50.152, análisis, según los datos de la Subdirección de Epidemiología del SES. En esa cifra se integran tanto las pruebas en el SES, la mayoría (47.500), como la prueba rápida del CAEX (1.380) y las de laboratorios privados (1.272).