El nombre de Joseph Gutheinz es poco o nada conocido en España, y es una lástima, porque para un descendiente de la saga de los Franco debería ser como mentarle Van Helsing a Drácula o Simon Wiesenthal a Adolf Eichmann. The Moon Rock Hunter, así le llaman en Estados Unidos, el hombre empeñado en poner fin al tráfico ilegal de piedras lunares, tal vez como sucedió con aquella pequeña porción que, recogida por la tripulación del Apolo 11, le fue regalada a España y que Francisco Franco, como si de un Pazo de Meirás cualquiera se tratara, se la llevó a su casa. Nunca más se supo. La familia ha sostenido siempre que se extravió en una mudanza. Menudo despiste. Gutheinz recuperó hace 15 años la porción que Richard Nixon regaló a otro país amigo, Honduras, cuando iba a venderse por cinco millones de dólares. Vamos, que los Franco dicen que extraviaron de la forma más tonta unos gramos de Luna, una piedra geológicamente de gran valor, de unos 3.900 millones de años de antigüedad, y simbólicamente de precio incalculable.

A bordo del Eagle, Neil Armstrong y Buzz Aldrin se trajeron poco más de 22 kilos de piedras lunares. Tienen la consideración de tesoro nacional en Estados Unidos, pero un cuarto de kilo se fraccionó en unas 370 unidades que, perfectamente acreditadas y enmarcadas (o sea, que no cabe la posibilidad de que los Franco las confundieran con una basurilla) se repartieron entre los gobiernos amigos en plena guerra fría. Los amigos, claro, eran lo que eran, a menudo dictaduras indefendibles desde cualquier punto de vista ético. Cuatro de cada 10 de aquellos suvenires traídos de la Luna en distintas misiones, como insignias de boy scout para los anticomunistas del mundo, se dan por desaparecidas. Por eso Gutheinz se ha hecho un nombre en la escena científica internacional. ¿Cómo?

Gutheinz se puso al frente de una operación policial convenientemente bien bautizada, Eclipse lunar. Se sabía, por ejemplo, que la porción regalada a Honduras desapareció en Tegucigalpa a manos de un coronel sin escrúpulos y con pocas luces, pues la vendió por solo 50.000 dólares. El cazador de rocas lunares, con ayuda del multimillonario Ross Perot, hizo lo más sencillo del mundo para dar con ella: puso un anuncio. «Se compran rocas lunares». Perot puso el dinero como anzuelo y Gutheinz tiró del sedal. Así se recuperó aquella muestra, que en el 2004 se devolvió a su legítimo dueño, el Gobierno de Honduras. Y tras ese, vinieron otros rescates (de hurtos en Nicaragua, Chipre, en la propiaNASA...), pero no, lástima, el de la Luna de los Franco. Como consuelo queda que Estados Unidos regaló a España otra porción, en este caso procedente de la misión Apolo 17. La Casa Blanca no daba puntada sin hilo. El destinatario era Luis Carrero Blanco. Fue en 1972. Washington ya sabía que meses después iba a ser elegido sucesor de dictador. Teorías de la conspiración al margen, desconocía que un año más tarde moriría a manos de ETA. Aquel grano de Luna se exhibe en el Museo Naval de Madrid.

«Eso se arregla con cuatro contrachapaos, una pecera, un poco de aguarrás y, ¡tup!, para arriba», decía Tony Leblanc en la nunca suficientemente bien ponderada El astronauta, película dirigida en 1970 por Javier Aguirre, un cineasta que le tenía bien tomado el pulso a la época, como antes demostró con la psicodélica Una vez al año ser hippy no hace daño. Con el carburador de un Seat 600 y un presupuesto de 8.000 pesetas, Leblanc conseguía llegar al espacio, pero, por un error de cálculo, el módulo Garrapata aterrizaba en Almería. A su manera, aquella película revisitaba la unamuniana polémica del que inventen ellos, porque el franquismo se miró casi literalmente desde el burladero la conquista de la Luna, y la metáfora taurina no es un decir por decir, porque en la visita que los tres astronautas del Apolo 11 realizaron a España en octubre de 1969 dentro de su gira mundial fueron obsequiados con un traje de luces y una montera para cada uno de ellos. Hicieron entrega del presente los toreros El niño de las camas y El Viti.

Los restos del viaje

El desvivir que mostró la dictadura a la hora de agasajar a los tres astronautas contrasta con la pereza que unos meses antes mostraron las autoridades españolas cuando la NASA pidió a los gobiernos amigos que redactaran un mensaje que sería convenientemente micrograbado en un disco de silicio del tamaño de una moneda y que iba a ser depositado en el suelo lunar en señal de buena voluntad, se supone que para generaciones futuras o para, quién sabe, alguna civilización alienígena que hiciera una parada en nuestro satélite. Se le pidió a 116 países. Enviaron sus palabras para la eternidad 73, jefes de Estado tan variopintos como Isabel II y Pablo VII.

Franco, casi mejor así, no hizo los deberes. Eso sí, se llevó a casa meses después su porción del pastel lunar, que el día menos pensado tal vez asoma sus aristas en una subasta. Pasados 50 años, los recuerdos de aquellas expediciones han cotizado al alza. Este mismo viernes, como explica Ignacio Vidal-Folch en un estupendo relato sobre lo que son estas pujas de recuerdos a mano alzada, llegan a Christie’s los restos de aquel primer viaje al desierto lunar. Habrá que estar pendiente, no sea que en un lateral, con vistas al público, se distinga la silueta de Gutheinz.