Catedrático de Derecho

Si hacemos balance de los 25 años transcurridos desde la aprobación de la Constitución, no cabe duda que la vigencia de dicho texto fundamental significa un punto y aparte en la historia de España. Por un lado, la Constitución de 1978 supuso un gran cambio político: se pasó de una dictadura legitimada por una victoria militar a una democracia en la que los gobernantes son elegidos por los ciudadanos, de un Estado sin derechos fundamentales a un Estado de Derecho, de un Estado centralizado a un Estado autonómico.

Pero también el texto constitucional ayudó a conformar una nueva sociedad española transformada: se ha alcanzado un nivel económico de país desarrollado, una igualdad social que se va acercando --aunque a un ritmo insuficiente-- a los estándares de bienestar europeos y una conciencia democrática y una exigencia de legalidad para con las actuaciones de los poderes públicos no menor a la de cualquiera de los países de nuestro entorno.

Pero, además, la democracia constitucional ha permitido que España se integre en Europa. Decía Ortega y Gasset que España era el problema y Europa la solución. Pues estamos en plena solución: somos un país situado en el núcleo duro de la construcción de una Europa unida, ése es nuestro gran reto inmediato.

ELEMENTOS CLAVES Varios elementos han resultado ser claves en la norma constitucional. En primer lugar, su carácter consensuado, es decir, la aceptación por todos los partidos de los principios y reglas que la Constitución contiene. Ello no había sucedido con ninguna de las constituciones españolas: una vez aprobadas eran puestas inmediatamente en cuestión. Ello hacía que su autoridad fuera escasa y su legitimidad débil. Por ello hay que ser prudente en las peticiones de reforma: no deben afectar, en todo caso, a la legitimidad global del texto.

En segundo lugar, el Tribunal Constitucional y la Corona, dos instituciones de muy distinto carácter, han sido, cada una a su manera, determinantes de la autoridad que adquirió la Constitución desde el primer momento. El Tribunal Constitucional ha sido el órgano tutelar de los derechos fundamentales de los ciudadanos y del ámbito de actuación de cada uno de los demás poderes constitucionales, incluidas las comunidades autónomas. El alto tribunal ha desempeñado de manera ejemplar su función de defensa e interpretación de nuestra norma fundamental. La Constitución que hoy tenemos no es sólo el texto de 1978, sino, además, la jurisprudencia que respecto al mismo ha establecido el Tribunal Constitucional.

Por su parte, la Corona, un órgano sin poderes políticos pero símbolo de la unidad y permanencia del Estado, ha respetado siempre, de forma escrupulosa, sin resquicio alguna para la duda, las reglas constitucionales, lo cual ha sido un ejemplo para los ciudadanos y para los demás poderes públicos. El Rey ya no es el soberano, sino un servidor del nuevo soberano, es decir, un servidor del pueblo.

El núcleo básico de toda Constitución democrática son los derechos fundamentales de los ciudadanos basados en la libertad y la igualdad, cuya garantía justifica la existencia del Estado que, sin ellos, sería pura opresión. Pues bien, además de un completo catálogo de derechos fundamentales, la Constitución establece un conjunto de garantías legales y jurisdiccionales que aseguran su eficacia. Este núcleo de derechos más el resto del ordenamiento jurídico han de ser, para tener naturaleza democrática, elaborados por órganos que emanen, directa o indirectamente, del pueblo, de los ciudadanos. Pues bien, este proceso de democratización de los poderes públicos está asegurado en la Constitución por los principios de derecho electoral y las funciones y competencias de los órganos constitucionales.

BALANCE Por último, el Estado autonómico como forma de organización territorial, fue la más importante novedad y ha sido el gran reto de estos 25 años. El balance de su desarrollo debe ser forzosamente positivo, ya que con extraordinaria rapidez se dieron amplios poderes a las comunidades con mayor tradición autonomista: País Vasco, Cataluña, Galicia, Andalucía, Navarra, Canarias y Valencia. A partir de 1992, por acuerdo del PSOE y el PP, el resto de comunidades fueron igualadas a este pelotón destacado y hoy puede afirmarse que, hechos diferenciales aparte, todas tienen unas competencias sustancialmente iguales. Para unos, la organización territorial del Estado está terminada, para otros, se han dado sólo los primeros pasos. España, en todo caso, pertenece ya a la gran familia de los Estados federales.

Dado este positivo balance no deja de sorprender que en este aniversario lo que preocupe sea la reforma constitucional. Que una Constitución sea estable es un valor: si contiene las reglas del juego, éstas deben ser lo más duraderas posibles. Ahora bien, no cabe duda que puede reformarse: primero, porque así lo prevé el texto y, segundo, porque en otro caso no sería una Constitución democrática.

Sin embargo, al hablar genéricamente de reforma nos estamos refiriendo a dos supuestos distintos: la modificación de su texto --la reforma propiamente dicha-- o la modificación de su significado vía interpretación jurídica. En el primer sentido sólo ha habido un cambio, una simple palabra añadida al artículo 13.2. En el segundo, el contenido de la Constitución está siendo constantemente interpretado mediante la actividad de desarrollo legislativo y las sentencias judiciales, especialmente las del Tribunal Constitucional. Sin embargo, cuando se habla de reforma solemos referirnos al cambio formal de su texto.

PRESUPUESTOS ¿Hacen falta, pues, reformas formales? A mi modo de ver, la respuesta debe partir de dos presupuestos básicos. Primero, ni hay que tener miedo a la reforma ni hay que cambiar el texto constitucional cuando aquello que se cree necesario y conveniente puede hacerse por vía interpretativa, bien sea legislativa o judicial.

En segundo lugar, dichas reformas deben hacerse con un consenso no idéntico, pero sí equivalente al que se logró hace 25 años; si ello no fuera así correríamos el riesgo de entrar en un proceso de devaluación de nuestra Carta Magna, con los peligros consiguientes que nos ha enseñado la historia constitucional.

No se trata, por tanto, de plantear un tanto frívolamente las reformas que se nos vayan ocurriendo aunque sean razonables. De lo que se trata es de proponerlas, en su caso, con el mismo sentido de la historia y con idéntica prudencia, responsabilidad e inteligencia política que demostraron los protagonistas del proceso constituyente que culminó hace 25 años.