Nada hacía sospechar a Vicente Manzano lo que pasaría en su pueblo una década más tarde mientras jugaba en 1952 junto a su hermano con unos pulidos cilindros de piedra que andaban por la casa hospedaje de su abuela. "Nos encantaban aquellos rulos de granito", recuerda. Esos achiperres con los que se entretenía con solo nueve años eran las muestras que unos ingenieros alojados durante quince días en Talaverilla habían sacado del terreno donde se planeaba construir el pantano de Valdecañas. Su primera ubicación salvaba el pueblo porque se haría por encima de él, pero podría inundarlo una rotura de la presa, por lo que esta idea quedó descartada.

Vicente fue creciendo igual que lo hacía la intención del gobierno franquista de construir el pantano, que se hizo oficial en 1957 con su publicación en el Boletín Oficial de la Provincia de Cáceres. Era la sentencia de muerte de Talaverilla y la de "muchos mayores" talaverinos "a los que les ha costado la vida", coincide Vicente con otros cuatro de sus paisanos que han acompañado a este diario al pueblo en ruinas que la sequía deja ahora ver.

En aquella época Vicente no echó mucha cuenta de lo que estaba pasando. A él le interesaban más el baile y las mujeres en su adolescencia. Después no fue así. "Parecía que nos estaban mintiendo y que el agua no iba a llegar nunca", recuerda Nancy García, otra talaverina.

"Las autoridades reunieron a toda la población en la plaza" para anunciar la noticia antes de colgarla en los ayuntamientos vecinos: El pueblo iba a ser el fondo del pantano de Valdecañas. La dictadura acalló las ansias de protesta surgidas ante el dolor y la desesperación por tener que enterrar años de memoria y volver a nacer fuera de un pueblo condenado a desaparecer, pero sus vecinos intentaron defenderse. "Talaverilla contrató a un abogado que parece ser que nos la jugó. Nos convenció para que aceptáramos las indemnizaciones y firmáramos el acta de ocupación porque era lo mejor para todos, pero no fue así. Allí hubo algo sospechoso, pero en aquellos tiempos estábamos dormidos", explica Nancy, que tenía solo 16 años cuando llegó la inundación.

A principios de los 60 el Instituto de la Vivienda comenzó a dar las nuevas casas en Rosalejo, Bohonal de Ibor, Tiétar del Caudillo..., y la gente se fue trasladando poco a poco con antelación para comenzar a cultivar las nuevas parcelas y poder subsistir. "Aquí teníamos de todo, pero nos echaron y tuvimos que abandonarlo". "Cada día que pasábamos en Talaverilla nos daba más pena dejarlo", sobre todo ante las escenas de los vecinos de otros municipios cercanos que saquearon el pueblo. "Se llevaban las ventanas, las tejas,... todo lo que pillaban", cuenta Admiración Castillo.

Los últimos en irse lo hicieron en octubre del 63. Saturnino y su familia estaban entre ellos. "Mi padre cargaba los muebles en los camiones que nos pusieron en las puertas de casa con el agua ya en las ruedas", recuerda. "El sufrió un montón, tuvo que dejar sus olivos y viñedos y encima ese año pusimos algodones y se quedaron sin coger. No había un pueblo en aquella época que produjera lo que Talavera cuando vino el regadío", rememora con los ojos chispeantes. En aquellos años de prosperidad a los talaveranos les llamaban "los americanos" cuando iban a comprar a Navalmoral.

Talaverilla fue un pueblo prácticamente incomunicado, "contaba con una carretera que nos unía con Bohonal de Ibor, nunca conoció el asfalto, y dos barcas para cruzar el río". "Tuvimos que salir por el camino trasero porque ya no se podía avanzar cuando el agua se juntó en la plaza".