Nunca antes una factura había ascendido a un importe tan elevado. El Banco de Inglaterra estima el coste de la crisis en unos 2,2 billones de euros (equivalente a dos veces el producto interior bruto de España) y alrededor del 4% de la riqueza generada en el mundo en un año.

Para poner las cifras en perspectiva, esa cantidad, fruto de las hipotecas incobrables, la debacle de los activos ligados a las mismas y las aportaciones públicas para rescatar al sector financiero, supone unos 2.200 euros de media por habitante de Norteamérica y Europa, y más de 300 euros por cabeza si se reparte entre toda la población del planeta.

Pero la dispersión geográfica de los activos denominados tóxicos --vinculados, por ejemplo a hipotecas incobrables-- complica el proceso. Y aún lo dificulta más el hecho de que las operaciones se realizaran con una alta proporción de deuda, avalada muchas veces con ese mismo tipo de valores contaminados. Esa variable no hace más que multiplicar los costes futuros a medida que venzan plazos de activos. La inversión apalancada proporciona altos réditos cuando la apuesta se acierta, pero multiplica y autoalimenta las pérdidas cuando se falla. Y en esta crisis, el fallo en las apuestas se produjo a escala planetaria, como la necesidad de deshacerse de los activos tóxicos. Esto "anula la visibilidad y posibilidad de realizar previsiones", dice Jordi Fabregat, profesor de Esade. Este fue un alocado proceso dominado "por la falta de prudencia y el exceso de codicia", según Alfred Pastor, del IESE.

"Se desconoce la dimensión. Por ejemplo, no se sabe a ciencia cierta el impacto de la quiebra de Lehman Brothers. Es un efecto dominó. La viabilidad de la empresa tres depende de las compañías uno y dos", sintetiza Fabregat. Llegó un momento en el que los prestamistas "ganaban el dinero solo a partir del volumen; cuantos más préstamos originaban, más beneficios obtenían. Si los que tomaban prestado podían o no pagar pasó a ser una cuestión secundaria", explica Mark Zandi en el libro Financial Shock.