TCtae la tarde en La Puebla y el recién estrenado otoño nos sorprende con una tormenta intensa y atronadora. A la luz de la vieja vela --esa que siempre nos acompaña en tan románticos momentos-- colocada sobre un casco de botellín de una conocida marca de cerveza, me dispongo a hilvanar unas letras que calmen mi indignación ante lo que es ya un hecho cotidiano de las vidas de quienes moramos por estas latitudes. Y es que el dicho popular después de la tormenta llega la calma por aquí debiera ser después de la tormenta llega la rabia , pues casi con toda seguridad, como ahora es el caso, tras este fenómeno meteorológico suelen llegar los cortes de luz y la pérdida de señal de televisión.

Llega la noche y la macrovelocidad del fenómeno luminoso parece haberse ralentizado de manera perpetua. Vela en mano sorteamos las necesidades propias de la noche hasta que logramos conciliar el sueño. Al amanecer todo sigue igual, por lo que vuelvo a encender la vela para asearme y acicalarme, sin que el siempre deseado café matutino me acompañe en esta ocasión. Ni la vitrocerámica ni el microondas me lo permiten.

Me pregunto yo si hay derecho, o mejor aún qué pecado habremos cometido quienes pagamos religiosamente la factura de electricidad a final de mes, por cierto con un incremento importante en los últimos años, sin que conozcamos en este asunto mayor gloria que la que les relato. Pero la gravedad del asunto no está ahí, sino en que se ha convertido ya en una tradición, casi popular, de esta magnífica tierra. Ya lo vivía yo en mi casa, donde incluso llegué a utilizar candiles de aceite. Me contaban que antes sucedía y me temo que si no empezamos a movilizarnos, esto va a ser una herencia generacional de por vida.

Esta es la historia de la vieja vela, desempolvada en cada tormenta y fiel compañera de quien les escribe, ligada a la historia de los hombres y mujeres que viven en algunas zonas rurales, y me temo que aún durante algún tiempo, utillaje obligado de nuestros hogares.