El decreto en cuestión se hizo público pocos días antes de que se proporcionaran los datos sobre una nueva caída del empleo en el mes de agosto. La noticia de que en agosto el paro registrado en las oficinas del Inem se incrementó en 84.985 personas, un 2,4% más que en el mes de julio, es muy dolorosa, por más que la vicepresidenta lo presente con optimismo como una "desaceleración de la tendencia". No es con la edulcoración de la realidad, ni con la propaganda ni con la improvisación con lo que Zapatero recuperará una credibilidad que va perdiendo por momentos.

Ha improvisado con los 420 euros, pero también con su nuevo modelo económico, que se plasmará en una ley de desarrollo sostenible. Esta es la gran cuestión: mientras el paro arrecie hay que adoptar medidas para paliar las situaciones más dramáticas, pero lo verdaderamente importante es volver a generar empleo y, en la medida de lo posible, de más calidad. Pero de nuevo estamos ante la chapuza, como se puso de manifiesto al filtrarse la carta enviada por su jefe de gabinete, José Enrique Serrano, reclamando desesperadamente a todos los ministerios que proporcionaran ideas con urgencia para un proyecto que Zapatero nos había vendido como prácticamente concluido.

El subsidio de 420 euros para los parados que no reciben percepción alguna es una medida adecuada, con todas sus limitaciones, pero lo cierto es que el Gobierno la ha gestionado de forma chapucera. Lo que en un principio hubiera merecido el aplauso de trabajadores, parados, sindicatos y partidos de izquierda, se ha traducido finalmente en un deterioro de la imagen del presidente Zapatero. Este episodio ha puesto de manifiesto improvisación y falta de rigor, y ha resaltado también deficiencias de coordinación.

La medida se instrumentó inicialmente en un real decreto, pero ayer el PSOE aceptó tramitarlo como proyecto de ley, lo que permitirá mejorarlo con las aportaciones de todos, tanto de la derecha como de la izquierda. Fue mal concebido en su almendra conceptual, en la cuantificación de los costes así como en su presentación pública. Tal como se formuló inicialmente, el decreto excluía a los más necesitados, los parados más antiguos, con la peregrina justi- ficación de que ellos han tenido más oportunidades de encontrar empleo. O sea, que se aguanten y no den la vara.

Ha quedado en evidencia que el Gobierno no sabía con aproximación suficiente lo que nos costaría que el nuevo subsidio afectara a los parados de agosto, como fijaba inicialmente el decreto; a los de julio, como le había prometido Zapatero a Llamazares; a los caídos en junio, como insinuaban Celestino Corbacho, ministro de Trabajo, y José Antonio Alonso, portavoz parlamentario socialista; o a los pobres de enero, como finalmente ha pactado este para sacar adelante la convalidación parlamentaria de la norma.

Resulta increíble semejante chapuza cuando esta medida, el socorro de los parados sin prestación, fue la única decisión anunciada tras la ruptura de la mesa de negociación con las patronales y los sindicatos antes de las vacaciones. Tiempo había tenido Zapatero para recabar la opinión de los sindicatos, de expertos y de otros grupos parlamentarios. Tampoco ha estado fino en la presentación y representación pública de la medida. El público ha asistido al espectáculo de las vacilaciones presidenciales y a las declaraciones contradictorias de Corbacho y Alonso.

No hay nada que objetar a la única opción clara del presidente en su política contra la crisis: proteger a los más perjudicados. Es una política que me parece acertada, siempre que el déficit público que cabalga al galope no se desboque. Es lo que se espera de un Gobierno de izquierdas y es la diferencia más clara con respecto a las alternativas del Partido Popular, que pone el énfasis justamente en la crítica del "gasto público" pero que ni señala a qué gasto en concreto se refiere ni plantea un programa coherente y fiable al respecto.