Una vida es inabarcable, pero la muerte en Irak cabe en una botella vacía de Coca-cola, o de Mirinda, tan lejana en la memoria de los españoles y tan presente en la vida cotidiana de los países árabes. Botellas como las que sobresalen de las cerca de 200 fosas excavadas en el jardín del hospital pediátrico Sadam de Bagdad, y en cuyo interior están anotadas a mano descripciones físicas de sus ocupantes que ayudan a identificarlos. El jardín se ha convertido en un improvisado depósito de cadáveres que es sólo la punta del iceberg de la tragedia que ha vivido, y aún vive, Bagdad.

"Niña de cinco años con pantalón blanco. Padre, madre e hija cristianos desconocidos. Hombre de Siria desconocido". Los mensajes de las botellas de estos náufragos perdidos son concisos.

BATALLA POR LA VIDA

Los textos los escribieron los médicos del hospital, que perdieron una batalla por la vida que no tenían ninguna oportunidad de ganar. "Nos encontramos con un gran número de cadáveres y no podíamos almacenarlos en las cámaras frigoríficas, pues no había ni hay suministro eléctrico", explicaba ayer un facultativo convertido en un sepulturero de bata blanca y guantes azules. "Por este motivo nos vimos obligados a enterrarlos en el jardín", añadió el doctor con cara de circunstancias.

Durante los bombardeos, el hospital suspendió sus funciones pediátricas y atendió a la oleada de heridos que dejaron los combates. Ahora, los médicos ayudan a desenterrar los cuerpos de los muertos para que sus familiares los identifiquen y puedan ofrecerles un entierro en condiciones. Pero esto implica un ejercicio de dolor que requiere estómago: pasearse por entre las 200 fosas, leer las inscripciones y asistir en persona al momento en que el cadáver es desenterrado.

Y, después, sobre todo, mirarle a los ojos y confirmar que las pistas en el interior de la botella han llevado hasta el muerto adecuado.

MONTONCITOS DE ARENA

El ritual es macabro. Los familiares pasean por las tumbas --apenas unos montoncitos de arena-- y cogen las botellas de refresco clavadas en ellas para leer el texto en su interior. Los que buscan niños se dirigen a los montoncitos más pequeños. Cuando creen dar con una botella que contiene una descripción aproximada de su familiar, algo que les recuerde a su ser querido, empieza la segunda parte: el desentierro. Y eso es lo peor.

Ayer, un hombre que ocultaba su rostro con un turbante cantaba una fateha --una oración para el alma del muerto-- mientras los empleados del hospital y un médico cavaban en el jardín. Protegidos con mascarillas de lacre con el fin de contrarrestar el profundo hedor de la muerte, después de trabajar unos minutos distinguieron una forma humana. Era la cabeza del cadáver.

El cuerpo estaba envuelto en una bolsa azul y en avanzado estado de descomposición. Nadie sabe cuánto tiempo llevaba alí. Un empleado empezó a cavar con las manos mientras la salmodia de la fateha rompía el silencio y daba a la escena un ambiente fantasmagórico bajo el sol de Bagdad. El sanitario descubrió el rostro del cadáver. Joven. Con bigote. El hombre del turbante dejó de cantar la fateha , asintió y se fue en silencio.

ROPAS MILITARES

El ritual no siempre acaba con éxito. También ayer una familia hizo desenterrar una fosa, pero de ella surgió un cadáver vestido con ropas militares. No era la persona a la que buscaban. Ese muerto, por lo pronto, seguirá siendo un náufrago a la espera de que alguien reconozca el mensaje escrito en la botella de Mirinda de su fosa.