Al presidente John F. Kennedy hacía 86 días que le habían matado, pero el pastor protestante Martin Luther King (que sería asesinado cinco años después) no se amilanó. El 22 de noviembre del año 1963 convocó una multitudinaria marcha sobre Washington. Se subió al escenario del Lincoln Memorial y pronunció un valiente discurso por la igualdad de derechos --I Have a Dream (Tengo un sueño)-- que haría historia.

El presidente Lyndon B. Johnson, que sustituyó a Kennedy, le pidió a Luther King que suspendiera las marchas no violentas y la campaña de desobediencia civil mientras él trataba de convencer al Congreso. Pero Luther King le replicó que la comunidad negra había esperado demasiado, y prosiguió con sus protestas. El religioso continuó hablando de los asesinatos y linchamientos de negros, de iglesias incendiadas, de niños golpeados, de leyes injustas, de los hombres y mujeres humillados, de vidas marginadas y corazones rotos.

Johnson no era racista, pero tampoco había sido defensor de los derechos civiles. Como militante demócrata apoyó la campaña de desobediencia civil, para despertar la conciencia norteamericana y terminar con la resistencia de los congresistas, que cedieron al final. Pronto Johnson firmaría la ley del derecho de voto de 1965 y los negros ya no serían nunca más ciudadanos de segunda clase. Al menos sobre el papel.

GESTO TRASCENDENTAL Se trataba de la mayor conquista de una lucha que comenzó en agosto de 1955, cuando la modista Rosa Parks fue encarcelada por no ceder su asiento en el autobús a un viajero blanco. Este hecho indignó a Luther King (Premio Nobel de la Paz de 1964), que se puso al frente de una comunidad negra perseguida y acobardada, a pesar de que la esclavitud llevaba casi un siglo abolida.

Cuarenta años después del asesinato de Luther King, Obama recoge el legado. No en vano moviliza a las masas como lo hacía el reverendo. Solo que ahora acuden a sus sermones gente de todas los colores, ricos y pobres, intelectuales y obreros.