Ganara quien ganara me iba a llevar una alegría. Perdiera quien perdiera, iba a sufrir una decepción. Y grande. Así que acabado el partido 0-0, sabía que el resto era una lotería. Y cuando vi cómo Iniesta se ponía a su equipo sobre los hombros, pensé que ganaría. Fue una final disputada, pero de una calidad cuestionable. Holanda no quiso jugar. España, que trató de ser ella, estuvo muchos minutos fuera del encuentro y al final decidió que sería campeona jugando más individual que colectivamente. Y lo logró gracias a uno de esos piececitos milagrosos que, nacidos en Fuentealbilla, se han criado en la cantera del Barça.

Cuando Holanda separeció al Inter

El jueves me preguntaron desde Holanda: ¿Podemos jugar como el Inter? ¿Podemos frenar a España de la manera que Mourinho eliminó al Barça? Dije que no, de ninguna manera. Y dije que no, no porque deteste ese estilo, no. Dije que no porque pensé que los míos no se atreverían y que no renunciarían a su estilo. Dije que no porque, sin tener grandes jugadores como los de antaño, tiene un estilo propio. Me equivoqué. Cierto, no se colgaron los once del larguero, pero casi. No ha querido el balón. Y, lamentablemente, tristemente, han jugado muy sucio. Tanto que merecieron quedarse con nueve muy pronto, pues hubieron dos entradas feas y duras que me hicieron daño hasta a mí. Me dolió, no equivocarme en mi contestación, no, sino que Holanda escogiese un camino feo para aspirar al título.

Cuando España perdiólos papeles por un rato

Ese estilo feo, ramplón, duro, hermético, poco vistoso, poco futbolístico (vale, es una manera de jugar y hasta de ganar, pero no la comparto), sí les sirvió a los holandeses para desquiciar a España. Si con eso se conformaban, vale, pero acabaron perdiendo. España, tras 20 minutos estupendos, en los que jugaron como equipo y, sobre todo, en los que con un solo delantero (Villa) parecían, como es costumbre en ellos, jugar con cinco atacantes, aceptó el cambio de golpes y entró en la provocación. Y España se partió. Sus líneas quedaron desconectadas. Todos estaban separados por diez metros o más. No se encontraban, no llegaban a la presión. Los sacaron de quicio. Y por un buen rato. Unos practicaban el antifútbol al considerar que era la única manera de sobrevivir y los otros, los favoritos, vivían en un escenario que les sonaba demasiado por detestable, por feo. Por eso se llegó al 0-0, porque los que querían no podían. Luego, la prórroga sería más divertida, más vistosa, lo que no significa que fuese mucho mejor, no.

El peor arbitraje de la Copa del Mundo

Cuando decimos, a menudo, que no nos gusta hablar de los árbitros, es cierto y, sobre todo, porque solo arbitrajes como el de anoche del inglés Howard Webb puede generar en nosotros un estado de indignación tal que, entonces sí, es necesario hacer un comentario. Porque se puede arbitrar mal, equivocarte, pero lo que no se puede es crear tu propia justicia y, peor aún, inventarte una aplicación demasiado personal del reglamento. No solo dejó de expulsar a dos holandeses (incluso Robben mereció la segunda amarilla) sino que miró para otro lado en los momentos en los que debió implicarse. Una final de la Copa del Mundo merece un gran arbitraje y, sobre todo, merece un árbitro que se atreva a hacer todo lo que implica ser juez.

Una dedicatoria quesale del corazón

Podría hablar y elogiar a los dos grandes porteros de esta final, a Casillas, cómo no, y a Stekelenburg, pero me centraré en Iniesta porque ha tenido un año durísimo, con mucho dolor en su corazón (la pérdida de su amigo Dani Jarque fue descorazonadora para él) y lesiones que le apartaron de su amado Barça. Hay que tener un gran corazón, mucho coraje y ser un tipo especial para pintarse esa dedicatoria y mostrarla al mundo entero para ofrecer ese gol que tan feliz ha hecho a tanta gente.