Le hubiera gustado ir más al colegio, pero en su casa eran 10 hermanos, ella la mayor de las niñas, y tenía que ayudar a su madre. «Falté muchas veces a escuela», recuerda. Pero le dio tiempo de aprender a leer y a escribir. Se casó «con 19 añitos» y empezó a trabajar en la venta ambulante. Iba con su marido por los mercadillos de Extremadura: Badajoz, Villanueva de la Serena, Mérida, Almendralejo, Cáceres... Vendían ropa, a veces bolsos. En aquella época «se podía vivir de eso». «Es que antes los mercadillos estaban en los centros de los pueblos y cualquiera daba una vueltita, ahora los ponen en los puntales, y la gente no va. Hablas con cualquier matrimonio joven y te dicen que ya no les llega, que es una ruina». Quien se expresa es Concepción Salazar Navarro, gitana, 62 años, nacida en La Roca de la Sierra «pero criada en Puebla de la Calzada». «Ahora ya vivo de la paguita».

Concepción tuvo tres hijos, los tres por cesárea. «Yo quería siete u ocho, pero el médico me dijo que no podía más». Ella defiende con orgullo su dedicación a la venta ambulante, «porque ha unido al pueblo gitano con el payo, era muy bonito».

«Pero cuente usted que antes ya tenía una trayectoria laboral. Porque usted es de una generación que tuvo que emigrar a Barcelona y a Palma de Mallorca cuando se empezaron a abrir al turismo», apunta uno de sus yernos, Antonio Vázquez, también gitano y presente en la conversación. «Es verdad -responde ella-, cuando era mocita me iba con mis padres a hacer las temporadas, a trabajar allí los veranos en la hostelería».

«Ahora la vida es más moderna -reflexiona Concepción- pero yo he sido feliz».

LA CRISIS

Serafina Santos Salazar es una de sus hijas, casada con Antonio, 41 años. Vive en Mérida. «Yo me he tenido que reciclar», dice. Aprendió la profesión de «cara al público». Primero estuvo en los mercadillos, después montó una tienda de ropa. «Me gustaba decorar el escaparate, el trato con la gente».

Pero con la crisis tuvo que cerrar, «y entendí que debía que formarme en otra cosa». Se apuntó a la Escuela de Hostelería, hizo las prácticas en el hotel Mérida Palace y la contrataron nueve meses. Después entró en una fábrica de frutas. «Y así vamos, ahora esperando a que me llamen cuando llegue la campaña».

«¿Que si me he sentido discriminada? No, porque yo siempre voy con mis valores y mi educación por delante. Sí es cierto que he tenido que demostrar más, notaba que de mí estaban más pendientes por ser gitana. El prejuicio está en los demás».

Ese estereotipo fijado se convierte, en ocasiones, en una barrera más para encontrar un puesto de trabajo.

Serafina destaca que sus hijos, tiene cuatro, la han visto llegar a casa con los papeles de la Escuela de Hostelería, con los exámenes... «Han sido conscientes de que me he reciclado, que esto era un reto para mí y lo he conseguido. Que la mujer tiene que ayudar en la casa, como cualquiera, Antonio también ayuda, lo hacemos los dos, pero que además debemos sentirnos realizadas».

Teresa Vázquez Santos es una de sus hijas. Tiene 15 años y cursa 4º de ESO. Quiere estudiar la carrera de Odontología. «Mis compañeros saben que hay estereotipos de los gitanos, pero yo no entro ahí. Yo voy con la educación y los valores que me han dado mis padres».

Cuando compara su vida con la de su abuela, lanza un razonamiento que sorprende: «Creo que la época de ella era mejor en algunas cosas porque había más inocencia, menos maldad». «O más ignorancia de las cosas que pasaban», añade su madre. «Ella se refiere, por ejemplo, a lo que ha ocurrido en el instituto de Madrid, que se han suicidado dos alumnos con poco tiempo de distancia por el acoso escolar», explica su padre.

LOS PREJUICIOS

Concepción, Serafina y Teresa son las tres generaciones de mujeres gitanas de una misma rama, como ellas lo llaman. A las tres les gusta conservar sus tradiciones, consideran a la familia la base de todo, «estamos en las enfermedades y en las alegrías», y hablan de la importancia del respeto: «Nuestros mayores se habrán equivocado en muchas cosas, pero ahora la vida ha cambiado y lo más importante es respetar», insisten.

A las tres les molesta la imagen que, muchas veces, se da del pueblo gitano. «Yo represento -expresa Serafina- a un montón de mujeres de mi generación. Unas son abogadas, otras administrativas, otras se están formando... ¿Por qué solo se alimenta una imagen mala?». «Tenemos amigos -continúa- que no son gitanos con los que salimos a tomar algo. Mis hijos tienen a sus compañeros de clase, y yo los estoy educando para que tengan una independencia bonita y para que no pierdan nunca sus raíces».

Cuando se le pregunta si es común que los gitanos contraigan matrimonio solamente entre ellos, Serafina responde: «Igual que los payos se casan solo entre ellos, ¿no? Toda la gente quiere algo de lo suyo, a todo el mundo nos gusta alguien de nuestra cultura, pero a veces el amor no tiene límites y no se puede frenar. Y además ya hay muchos matrimonios mixtos».

La explicación, asegura, sirve de ejemplo sobre cómo la sociedad mira, casi por inercia, hacia el colectivo gitano. La desigualdad está en la base. Y Antonio no puede evitar intervenir: «El problema es que se generaliza. El gitano siempre debe estar demostrando que es bueno; el payo siempre es bueno hasta que se demuestre lo contrario. Y después parece que solo gusta sacar las imágenes negativas: las chabolas, el niño con el moco, el hombre robando o drográndose... Pero es que también estamos los gitanos invisibles, como nosotros, que somos muchos».

Concepción lo resume en que todos los pueblos tienen sus cosas buenas y malas, «pero no prueban a conocerte».

Ella vio cómo su hija Serafina tuvo que empezar una formación distinta porque el oficio de toda la vida ya no funcionaba. Y se sentirá orgullosa de que su nieta Teresa vaya a la universidad. «¿Lo ves? Somos personas normales, y de esto no se habla», lanza como conclusión.