La costa Este de EEUU está llena de lugares donde George Washington comió, se alojó, escribió una carta, pernoctó, se echó una siesta, bebió un trago de agua o, simplemente, pasó el rato. Lo mismo se aplica a los padres fundadores, a los autores de los Papeles Federalistas o, más recientemente, a grandes presidentes como Roosevelt y Kennedy. Una nación tan joven en términos históricos tiene la ventaja de que su historia está documentada por entero. Y la capital, construida para ser la sede de las instituciones democráticas con que los colonos revolucionarios se dotaron a sí mismos (a sus mujeres, un poco menos; a los negros, no les dieron ni las gracias), es un gran museo, un parque temático de la historia de EEUU.

En ciudades europeas como Berlín o París la historia te asalta en cada esquina. En Washington, la historia está construida de forma premeditada. El National Mall es el mejor ejemplo. A un extremo, el Capitolio. Al otro, el memorial a Abraham Lincoln (a su espalda el de Thomas Jefferson). Enmedio, los memoriales en recuerdo a las víctimas de Vietnam, Corea y la segunda guerra mundial. Presidiendo el sky line , el monumento a George Washington.

En Europa, la historia está allí, guste o no, apetezca recordarla o no. En Washington es cercana, majestuosa y está concebida para ser admirada y tomada como referencia. En sus memoriales no hay Constitución más perfecta que la suya; guerras más justas que las libradas por este país; personas más buenas que los padres de la patria, esclavistas como sus contemporáneos; mejores intenciones que las de sus próceres.

El pegamento

Washington es la máquina del tiempo a la que acuden en peregrinación al menos una vez todos los escolares del país. La ruta incluye los memoriales y una inmersión en la historia, pero también un recorrido por los museos que cubren los huecos: el de historia de los indios nativos americanos, o el de los negros. La historia es el pegamento que unifica el sueño americano y lo transmite de generación en generación: si los colonos pudieron tomar las riendas de sus vidas, independizarse del rey británico y construir la mayor nación de la tierra, no hay motivo para que John Smith de Wisconsin no logre que sus hijos vayan a la universidad o el hijo de un keniano y una americana no sea presidente.

La ciudad, pues, juega un papel capital en la cohesión del país. Y sus rituales pagan tributo a la historia. Por eso en este siglo XXI las elecciones siguen siendo el primer martes después del primer lunes de noviembre cada cuatro años, en atención al ciclo de cosechas y las festividades religiosas de los colonos recién independizados. Por eso hay casi dos meses entre la cita electoral y la toma de posesión, porque los congresistas y los notables debían viajar a caballo a la ciudad. Por eso la toma de posesión está marcada al milímetro por más de 200 años de historia. Desde George Washington se conocen los discursos de investidura de todos los presidentes. Todo político en edad de merecer votos bucea en la historia, se empapa de ella y la usa como un self service de ideas, frases y referencias.

La estructura del Washington simbólico es fiel al concepto de museo a escala natural. El arquitecto francés Pierre l´Enfant la concibió como una réplica de las grandes sedes del poder europeas. L´Enfant cayó en desgracia y no acabó el trabajo, pero su espíritu está presente a orillas del Potomac, donde Lincoln observa impávido desde su asiento cómo la nación sigue cohesionada por el poder de la historia y los símbolos del sueño americano. Por eso, por muy artificial que parezca a veces, Washington es la quintaesencia de América, al menos de lo que América quiere ver cuando se mira en el espejo.