A los que tenemos cierta edad, las campañas electorales nos causan un hormigueo en el estómago, un ilusionado nerviosismo: es la huella de la Transición, aquel tiempo en que a los españoles se nos brindó la ocasión de estar a la altura de la Historia y, resumidas las cuentas, lo conseguimos. Por entonces, depositar nuestra papeleta y elegir a nuestro gobierno era el exacto gesto que definía nuestra recién estrenada condición de gente libre.

El caso es que la Transición hizo que entendiéramos las elecciones como un milagro cívico, un colosal logro ciudadano. Con los años, las elecciones han perdido la aureola que las nimbó y ese milagro ha pasado a ser un ejercicio terrenal de participación democrática; incluso de abstención y apatía, que también son democráticas.

Y bien está que las elecciones hayan perdido aquel aire de misión inaplazable porque si aun hoy, 32 años después de aprobar la Constitución, tuviésemos que pensar en las elecciones como si fueran una reedición de lo insólito significaría que la democracia sería un enfermo infestado de los males que la han matado siempre y que todavía hoy la matan, o no la dejan nacer, en tantas partes del mundo.

Sin embargo, nada me gusta más que seguir sintiendo esa especie de estremecimiento feliz al echar mi papeleta en la urna, al dar mi voto sabiendo que no vale más ni menos que los de los demás y -oh paradoja si fuera matemática- que su valor igual es precisamente su valor mayor. Así lo haré el 22, con el mismo entusiasmo de hace 30 años. Ese día, como en cada elección, me sentiré estrenando la democracia como sentiré el hormigueo en el estómago, la ilusión dichosa de que mi voto forma parte del milagro que me hace pertenecer al grupo de la gente libre. A nosotros.